Al decidir renunciar al estado amoroso, el sujeto se ve con tristeza exiliado de su Imaginario.
Tomo a Werther en ese momento ficticio (en la ficción misma) en que habría renunciado a suicidarse. No le queda ya entonces más que el exilio: no alejarse de Carlota (lo ha hecho ya una vez, sin resultado), sino exiliarse de su imagen, o peor todavía: terminar con esa energía delirante que se llama lo Imaginario. Comienza entonces «una especie de largo insomnio». Tal es el precio a pagar: la muerte de la Imagen contra mi propia vida.
La pasión amorosa es un delirio; pero el delirio no es extraño; todo el mundo habla de él, está ya domesticado. Lo que es enigmático es la pérdida del delirio: ¿se entra en qué?
En el duelo real, es la «prueba de realidad» lo que me muestra que el objeto amado ha cesado de existir. En el duelo amoroso, el objeto no está ni muerto ni distante. Soy yo quien decido que su imagen debe morir (y esta muerte llegaría tal vez hasta a escondérsela). Durante el tiempo de este duelo extraño, me será necesario, pues, sufrir dos desdichas contrarias: sufrir porque el otro esté presente (sin cesar, a pesar suyo, de herirme) y entristecerme porque esté muerto (tanto, al menos, como lo amaba). Así, me angustio (viejo hábito) por una llamada telefónica que no llega, pero debo decirme al mismo tiempo que ese silencio, de todas maneras, es inconsecuente, puesto que he decidido despreocuparme: pertenece solamente a la imagen amorosa de tener quien me telefonee; desaparecida esa imagen, el teléfono, suene o no, retoma su existencia fútil.
¿El punto más sensible de este duelo no es que me hace perder un lenguaje, el lenguaje amoroso? Se acabaron los «Te amo».
El duelo de la imagen, si lo pierdo, me angustia; pero, si lo logro, me pone triste. Si el exilio de lo Imaginario es la vía necesaria de la «curación» debemos convenir que aquí el progreso es triste. Esta tristeza no es una melancolía, o al menos es una melancolía incompleta (de ningún modo clínica), puesto que no me acusa de nada y no estoy postrado. Mi tristeza pertenece a esa franja de la melancolía en que la pérdida del ser amado permanece abstracta. Carencia redoblada: no puedo siquiera investir mi desdicha, como en el tiempo en que sufría por estar enamorado. En ese tiempo deseaba, soñaba, luchaba; un bien estaba ante mí, simplemente retardado, atravesado por contratiempos. Ahora ya no hay resonancias; todo es calmo, y es peor. Aunque justificado por una economía —la imagen muere para que yo viva—, el duelo amoroso tiene siempre un remanente: una expresión regresa sin cesar: «¡Qué lástima!».
Prueba de amor: te sacrifico mi Imaginario —como se hacía la dedicatoria de una guedeja—. De ese modo tal vez (al menos así se dice) accederé al «amor verdadero». Si hay alguna similitud entre la crisis amorosa y la cura analítica, me despreocupo de quien amo como el paciente se despreocupa de su analista: liquido mi transferencia, y parece que así es como la cura y la crisis terminan. Sin embargo, se ha hecho notar, esta teoría olvida que también el analista debe despreocuparse de su paciente (a falta de lo cual el análisis amenaza con ser interminable); del mismo modo, el ser amado —si le sacrifico un Imaginario que sin embargo lo embadurnaba—, debe entrar en la melancolía de su propia decadencia. Y es preciso, concurrentemente con mi propio duelo, prever y asumir esta melancolía del otro, y yo la sufro, porque lo amo todavía.
El acto verdadero del duelo no es sufrir por la pérdida del objeto amado; es comprobar un día, sobre la piel de la relación, esa menuda mancha, llegada allí como el síntoma de una muerte segura: por primera vez hago mal a quien amo; sin quererlo, es cierto, pero sin volverme loco.
Trato de arrancarme a lo Imaginario amoroso: pero lo Imaginario arde por debajo, como el carbón mal apagado; se inflama de nuevo; lo que había sido abandonado resurge; de la tumba mal cerrada retumba bruscamente un largo grito. Celos, angustias, posesiones, discursos, apetitos, signos, de nuevo el deseo amoroso ardía por todas partes. Era como si quisiera estrechar una última vez, con locura, a alguien que iba a morir, a quien yo dispondría a morir.
Fot. Vincenzo Bianco
Guardando il mare, 1940-1950 ca.
Archivio Alinari