Mientras conversa, Madame de T. va cercando el terreno, va preparando la siguiente etapa de los acontecimientos, dando a entender a su acompañante qué debe pensar y cómo debe actuar. Lo hace con finura, con elegancia e indirectamente, como si hablara de otra cosa. Organiza no sólo el futuro inmediato, sino también el futuro más lejano, insinuándole al caballero que de ningún modo ella quiere entrar en competencia con la Condesa, de la que él no debería querer separarse. Le da una clase condensada de educación sentimental, le enseña su filosofía práctica del amor, que hay que liberar de la tiranía de las reglas morales y proteger mediante la discreción, la suprema virtud de todas las virtudes.
En semejante espacio tan razonablemente organizado, acotado, trazado, calculado, medido, ¿hay algún resquicio para una espontaneidad, para una ‘locura’?, ¿dónde está el delirio, dónde la ceguera del deseo, l’amour fou que idolatraron los surrealistas, dónde está el olvido de sí? ¿Dónde quedan todas esas virtudes de la sinrazón que han formado nuestra idea del amor? No, aquí no tienen nada que hacer. Porque Madame de T. es la reina de la razón.
La veo conduciendo al caballero en la noche de luna. Ahora se detiene y le enseña los contornos de un tejado que se desdibuja en la penumbra; ¡ah, de cuántos momentos voluptuosos habrá sido testigo este pabellón, qué pena, le dice ella, que no lleve encima la llave! Se acercan a la puerta y (¡qué raro! ¡Cuán inesperado!) ¡el pabellón está abierto!
¿Por qué habrá dicho que no llevaba encima la llave? ¿Por qué no le habrá informado enseguida de que ya no cierran el pabellón? Todo está concertado, maquinado, todo es artificial, todo está puesto en escena, nada es sincero, o, por decirlo de otra manera, todo es arte; en tal caso, arte de prolongar el suspense, mejor aún: arte de mantenerse el mayor tiempo posible en estado de excitación.
Milan Kundera
La lentitud
Ed. Tusquets, 2005
Trad. Beatriz de Moura
Fot. Isabel Pérez Navarro