jueves, 30 de junio de 2016

Las hojas de mi carne


Caravanas sin fin 
formadas por jirafas 
van comiendo las hojas de mi carne 
hasta llegar a deshojarla.

En el internado


A los catorce años yo era alumna de un internado de Appenzell. El lugar por el que Robert Walser había dado muchos paseos cuando estaba en el manicomio, en Herisau, no lejos de nuestro instituto. Murió en la nieve. Hay fotografías que muestran sus huellas y la posición del cuerpo en la nieve. Nosotras no conocíamos al escritor (…) Es una verdadera lástima que no hubiésemos conocido la existencia de Walser, habríamos recogido una flor para él. También Kant antes de morir, se conmovió cuando una desconocida le ofreció una rosa.

Fleur JaeggyLos hermosos años del castigo 
Ed. Tusquets
Trad. Juana Bignozzi

Adiós

The Lady from Shanghai, Orson Welles, Rita Hayworth,1947


No sé si sabes lo que quiere decir adiós.
Adiós quiere decir ya no mirarse nunca,
vivir entre otras gentes,
reírse de otras cosas,
morirse de otras penas.

Manuel Scorza



Maniwall - from Samsara (2002)

miércoles, 29 de junio de 2016

Consejos


Hacer de cada espacio donde se esté, un lugar limpio, aireado, claro, un oasis para uno mismo y para los otros. Un lugar en el cual no entre el ruido inútil. Observar las disciplinas humildes. Fidelidad en las pequeñas cosas. Dejar cada recinto, cada objeto, más limpio, en lo posible, más agradable a la vista que antes de haber ingresado en él, de haberlo tocado. ...Tomar un poco de vino en la noche, como una deliciosa medicina. La cerveza, alimento líquido. La sidra, esencia del vergel. El té, caricia de Buda. Estimulante ligero, apoyo casi espiritual. El café, auxiliar casi ya demasiado fuerte. Un poco, en la mañana, pero con intervalos durante la jornada, en caso de gran fatiga. ...Cuando era joven, amaba bastante el pintalabios y el rubor en las mejillas que enciende el color de los ojos. Ahora no, o casi nunca y apenas. Que nuestro último rostro sea visto tal y como es.

Marguerite Yourcenar

Nombre y sombra


Perder nuestro nombre es como perder nuestra sombra; ser sólo nuestro nombre es reducirnos a ser sombra.

Octavio Paz
Literatura y literalidad
Ed. Tusquets, 1971

martes, 28 de junio de 2016

Algo de eternidad


Tratar de arrancar algo de eternidad a lo que es desesperadamente efímero constituye el gran truco mágico de la existencia humana.

Tennessee Williams
Un tranvía llamado deseo, 1948

Fotograma de Un tranvía llamado deseo, 1951, basada en la obra del mismo nombre.

Cenizas


Hemos dicho palabras
palabras para despertar a los muertos,
palabras para hacer un fuego,
palabras donde poder sentarnos
y sonreír.

hemos creado el sermón
del pájaro y del mar,
el sermón del agua,
el sermón del amor.
Nos hemos arrodillado
y adorado frases extensas
como el suspiro de la estrella,
frases como olas, frases como alas.

Hemos inventado nuevos nombres
para el vino y para la risa,
para las miradas y sus terribles caminos.

Cenizas

Una mujer (16)

Antonio Palmerini


   Hay una mujer. Me odia. Rompe conmigo una y otra vez. Me manda a paseo. Me tira a la basura, como si fuera un limón exprimido. De una manera inteligente, lógica e irrefutable me explica por qué tenemos que dejarlo. Por qué se ha acabado ya. Estamos siempre ocupados, ella y yo, así que estos diálogos, estos actos normalmente se desarrollan en la cama. Por decirlo así, yo me dejo convencer por sus argumentos. Yo, por mi parte, no veo nada terrible en el hecho de que nuestros cuerpos no se encandilen, porque aun a desgana se engastan piezas bonitas. A mí, me gusta incluso estar simplemente acostado a su lado, dejando reposar mi mano en su regazo. Ella no se refiere a eso, se refiere a todo en general, mientras que yo siempre hablo de los detalles, y los detalles, por su naturaleza, siempre están bien, de una forma fragmentada, pero no en su totalidad. «Hemos estado lamentables», así suele empezar. A lo que yo le levanto un poco los muslos. Que por otra parte son largos. «Ha sido tan bonito durante tantos años», me dice. Yo no digo nada, simplemente la vuelvo hacia mí, vuelvo sus pechos hacia mí. «No estaría mal dejar a un lado todos esos pensamientos oscuros sobre la plenitud, y ocuparnos tan sólo de la carne, de los huesos, de los tendones.» Que ella no está hablando de eso, sino de algo inevitable; de que todo parezca absurdo, peor que aburrido, peor que cotidiano, o sea, peor que un cliché.
   «¡No me siento realizada en la cama!»
   A lo que la quito de encima de mí, con sus pechos y con todo, dejo mis órganos al descubierto, entre ellos mi cola: «¡Aquí estoy!, ¡hola!». No dice nada. «Si me abandonas, te mataré», le digo, y aprieto su cabeza contra la almohada. «Esa frase está muy bien, suele funcionar —dice gimiendo—, pero de una manera absurda, aunque me fueras a matar, sería sólo como si lo imaginaras». «A lo mejor te vas a enfadar con lo que te voy a decir: perdóname», le respondo. «No hay por qué», me dice.

Péter Esterházy, Una mujer


Mojave 3 - Love Songs On The Radio

lunes, 27 de junio de 2016

Larga mirada


Qué larga mirada has echado
sobre el espejo donde te haces.
Allí no estabas.
Y una sola mujer fatigada,
cansada
como por una larga vigilia
que durase toda la vida,
se ha mirado al espejo
y allí se ha reconocido.

Ante el espejo

Creí morir


La plaza estaba oscura, y yo caminaba indiferente por el interior de los soportales. De pronto se acabaron los soportales y giré la cabeza, y encima de mí, aplastándome con su belleza y también con su enormidad, estaba la catedral. Creí morir. Nadie me había dicho que un ángel hermoso puede matarnos con su sombra, nadie me había hablado de Rilke.

Antonio Pereira, La belleza terrible
Incluido en Antonio Pereira, Todos los cuentos
Ed. Siruela, 2012
Prólogo de Antonio Gamoneda

Fot. Charles Nègre
Henri Le Secq et Le Stryge
Notre Dame de Paris, 1853

domingo, 26 de junio de 2016

A pesar de la sombra


Y he aquí que al mirar
a lo alto sin creer en el cielo, veo
a pesar de la sombra.

Traducciones / Perversiones
Ed. Visor de Poesía, 2011
Edición de Túa Blesa

sábado, 25 de junio de 2016

Nada


Después de todo, todo ha sido nada,
a pesar de que un día lo fue todo.
Después de nada , o después de todo
supe que todo no era más que nada.
Grito " !Todo !", y el eco dice "! Nada!".
Grito "! Nada !", y el eco dice "!Todo !".
Ahora sé que la nada lo era todo,
y todo era ceniza de la nada.
No queda nada de lo que fue nada.
(Era ilusión lo que creía todo
y que, en definitiva, era la nada.)
Qué más da que la nada fuera nada
si más nada será, después de todo, 
después de tanto todo para nada.

Vida

Con quien hablo a solas


Eres la compañía con quien hablo
de pronto, a solas.
Te forman las palabras
que salen del silencio
y del tanque de sueño en que me ahogo
libre hasta despertar.


viernes, 24 de junio de 2016

Asesinato con atenuantes

Misha Gordin

Tengo suficiente tierrita en mis uñas.
Es que acabo de enterrarte.
Arduo fue el intento de eliminarte. Difícil fue el intento.
Casi  una quimera y, por momentos, una utopía... de las más enrevesadas.
Resultó difícil, sobre todo, convencer al corazón.
Siempre me juega un combate desde las antípodas.
Nunca acuerda ni con mi cuerpo ni con lo que pienso.
Tengo un corazón cobarde, poco lúcido y creyente.
Tan esperanzado él con esto del amor, como si fuera cierto.
Tuve largas reuniones argumentando lo imperioso de tu muerte.
Pero él salía con esto del lado izquierdo, del hilo rojo, del para siempre.
Tengo un corazón idiota. Sépanlo.
Así que, acabado el espacio del debate inteligente, le empecé a mentir.
Le dije al corazón que iba a quererte.
Que tus imbecilidades resultaban, en fin, encantadoras.
Que no desearte no implicaba abandonarte.
Que no arder de ganas... no era tan grave.
Que me gustaba fingir.
Que adoraba tus olores, tus chistes y tus torpezas.
Y se sentó en silencio entre las sábanas desordenadas, de dormir no más,
y brindamos con ron pero en silencio.
Mi corazón y yo, por fin de acuerdo.
Con un corazón dormido, intoxicado y en ponzoña. Así recorrí la noche.
Con un corazón espasmódico y trepidante, así recorrí esta calle.
Y te maté con certeza. Sin venganza. Con alivio.
Mordí uñas, tragué tierra.
Con un corazón arrojado a patadas a la alcantarilla es posible matar... para vivir.

Malena Martinic Magan


Javier Navarrete A Tale

Sin techo

Yama Bato

El sol ya está alto, es tarde para los cárabos. Conozco al hombre al otro lado del río, y sé que tiene que estar cabreándose. Probablemente esté sentado en un tronco húmedo, con los pies y las piernas ateridos y con calambres provocados por la inmovilidad. También conozco al otro cazador, al del reclamo para pavos. Esta semana, lo que esos dos hombres quieren es un pavo muerto.

Yo también quiero un pavo, pero el mío lo quiero vivo y en una semana veré cumplido mi deseo y los oiré graznar al amanecer. Pero quiero más. Quiero azulillos índigo cantando sus pareados a primera hora de la mañana. Quiero leer José y sus hermanos de Thomas Mann otra vez. Quiero hojas de roble y flores de cornejo y luciérnagas. Quiero saber cómo está la tierra en Coon Holllow, al norte. Quiero que Asher se entere de lo que les pasa a los ácaros del oído de las polillas en invierno. Quiero enseñarles a Liddy y a Brian las enormes rocas que hay al fondo de la hondonada del arroyo. Quiero saber mucho más sobre las arañas morgaño. Quiero escribir una novela. Quiero bañarme desnuda en el río al calor del sol.
Por eso he dejado de dormir en la cabaña; una casa es demasiado pequeña, demasiado restrictiva. Quiero el mundo entero, y también las estrellas.

Sue Hubbell Un año en los bosques


Johann Heinrich Schmelzer, Ciaccona in A Major

No soy de este mundo


Simplemente no soy de este mundo... yo habito con frenesí la luna. No tengo miedo de morir; tengo miedo de esta tierra ajena, agresiva... no puedo pensar en cosas concretas; no me interesan. Yo no sé hablar como todos. Mis palabras son extrañas y vienen de lejos, de donde no es, de los encuentros con nadie... ¿qué haré cuando me sumerja en mis fantásticos sueños y no pueda ascender? Porque alguna vez va a tener que suceder. Me iré y no sabré volver. Es más, no sabré siquiera que hay un “saber volver”. No lo querré acaso.

Alejandra Pizarnik

Fot. Antonio Palmerini

Cuando nada llega


Cuando nada llega, siempre hay tiempo que llega,
tiempo
sin altibajos,
tiempo,
sobre mí,
conmigo,
en mí,
por mí,
pasando sus arcos dentro de mí que me consumo y espero.

jueves, 23 de junio de 2016

Viajante


Doy un mensaje secreto
para una mujer
a un viajante.
¿Quién mejor que el viento
para decirle que la amo,
que estoy lejos,
que tal vez...?

Fot. Nicola Davidson

Eran las sombras


No, no soy yo quien le ha hecho estar triste.
Fue la noche que se hizo del polvo y, ardiente,
a ella besaba, ahogada en el ocre, cual polen.
Eran las sombras, palpándole el pulso.

Epílogo 2

Trad. César Astor

Ciégate


Ciégate para siempre:
también la eternidad está llena de ojos-
allí
se ahoga lo que hizo caminar a las imágenes
al término en que han aparecido,
allí
se extingue lo que del lenguaje
también te ha retirado con un gesto,
lo que dejabas iniciarse como
la danza de dos palabras sólo hechas
de otoño y seda y nada.

Cambio de aliento, 1967
Versión de José Ángel Valente

Fot. The Burns Archive

miércoles, 22 de junio de 2016

Balance


Con el transcurso de los años decides hablar cada vez menos de las cosas que más te importaban, cuesta un poco al principio. Uno se harta de oírse hablar... ya no te importa tener razón, uno se asquea... basta beber un poco, calentarse un poco y dormir todo lo que se pueda en el camino de la nada. No eres más que un viejo reverbero de recuerdos en la esquina de una calle por la que casi ya no pasa nadie.

Louis-Ferdinand CélineViaje al fin de la noche, 1932
Ed. Edhasa, 2001
Trad. Carlos Manzano

Fot: Hans W. Silvester, Pub Dublin 1950s

Tristeza


La tristeza del mundo tiene diferentes maneras de llegar a la gente, pero parece conseguirlo casi siempre.

Louis-Ferdinand Céline
Viaje al fin de la noche, 1932
Ed. Edhasa, 2001
Trad. Carlos Manzano

Fot: Getty Images, Louis-Ferdinand Celine en su casa en Meudon, Agosto 1960

Presente de subjuntivo

Václav Zykmund

Qué hago
mirando la lluvia,
si no llueve.

Karmelo C. Iribarren


Here With Me - Susie Suh x Robot Koch

martes, 21 de junio de 2016

Principio


Me dice su nombre, escogido por ella misma. -Nadja, porque en ruso es el principio de la palabra esperanza, y precisamente porque es sólo el principio.

André Breton, Nadja
Ed. Cátedra, 2004
Trad. José Ignacio Velázquez

Fot. Fotograma de: Europa, 1991Lars von Trier

Nadie se enteraba de lo que estaba haciendo


Oscurece y casi no puedo seguir escribiendo y mi pincel está gastado. Sin embargo, yo quería agregar unas cosas antes de concluir.
Escribí estas notas en mi casa, cuando tenía mucho tiempo libre, y por lo tanto nadie se enteraba de lo que estaba haciendo. He incluido cuanto he visto y he sentido ya que mucho de lo que hay en él puede parecer maligno o aun perjudicial para otros, tuve cuidado de ocultarlo. Ahora se ha hecho público, que era lo último que yo podía esperar.
Después de todo, lo escribí para divertirme y puse las cosas exactamente como ocurrieron. ¿Cómo podrían mis apuntes compararse con los muchos libros memorables que existen en nuestro tiempo? Los lectores han declarado, sin embargo, que puedo enorgullecerme de mi trabajo. Esto me sorprendió mucho, pero supongo que no es tan raro que a la gente le guste mi obra, porque como se desprenderá de estas notas, soy la clase de persona que aprueba lo que otros aborrecen y aborrece lo que les gusta. Piense lo que piense la gente de mi libro, todavía me arrepiento de que haya visto la luz.

Sei ShonagonEl Libro de la almohada
Ed. Alianza, 2004
Trad. Jorge Luis Borges y María Kodama

La victoria del silencio

René Magritte, La Victoria

Basta un año de meditación perseverante, o incluso medio, para percatarse de que se puede vivir de otra forma. La meditación nos con-centra, nos devuelve a casa, nos enseña a convivir con nuestro ser, agrieta la estructura de nuestra personalidad hasta que, de tanto meditar, la grieta se ensancha y la vieja personalidad se rompe y, como una flor, comienza a nacer una nueva. Meditar es asistir a este fascinante y tremendo proceso de muerte y renacimiento.

Sinopsis de "Biografía del silencio" de Pablo d'Ors, Siruela


Mélanie Laurent - Fin

La vela


Lo que uno percibe al mirar la vela no se compara con lo que uno puede imaginar mientras la mira.

Gaston Bachelard, La llama de una vela, 1961


Ludovico Einaudi, Monday

lunes, 20 de junio de 2016

Emoción



Cosas que emocionan:
Pichones de gorrión. Pasar por un lugar donde juegan niños de pecho. Ver un espejo extranjero con su luna manchada. Encender un incienso muy bueno, y acostarme sola. Lavarme el cabello, maquillarme y vestir ropas perfumadas. En este caso me siento feliz y noble, aun cuando nadie me observe. Una noche que espero a mi amante, al escuchar el ruido de la lluvia en mi puerta y el golpeteo del viento, sin motivo, y de repente, me sobresalto.

Sei Shonagon, El Libro de la almohada
Ed. Alianza, 2004
Trad. Jorge Luis Borges y María Kodama

Dibujo: Kikuchi Yōsai

La transferencia


La formulación de la transferencia, según Lacan


Imagen de la actriz Sandrine Bonnaire en el film "Intimate Strangers", traducido aquí como "Confidencias muy íntimas", en la que su personaje (Anna) acude a un psicoanalista en París. Llama a la puerta, entra, se sienta y empieza a hablar de sus problemas matrimoniales. El hombre escucha, habla poco y se abstiene de confesarle que se ha equivocado de puerta y que él, de hecho, es un contable.
Ella descubre más tarde que él (William) no es en realidad el psicoanalista, sino que el auténtico reside en la puerta de al lado. Pero a la semana siguiente, vuelve a visitar a William. Le guste o no, William es su analista ya que, involuntariamente, ha ocupado la posición simbólica del analista ante su discurso y entre ambos ha emergido la transferencia, basada en la ilusión, la ficción o el deseo de Anna cuando entró, se sentó y empezó a hablar.


Otto A Totland, Pinô

Envoltura


No hay amor que no comience por la revelación de un modo posible como tal, envuelto en otro que lo expresa.

domingo, 19 de junio de 2016

Leyendo


Fantasmas


Hay seres, en efecto –y desde la juventud ese había sido mi caso–, para quienes todo lo que tiene un valor fijo y comprobable para otros –fortuna, éxito alta posición…– no cuenta; lo que necesitan son fantasmas.

Marcel Proust, Sodoma y Gomorra
Ed. Losada, 2010
Trad. Estela Canto

sábado, 18 de junio de 2016

¿Seguro?

“Lo sé. Sé que nunca más encontraré nada ni nadie que me inspire pasión. Tú sabes que ponerse a querer a alguien es una hazaña. Se necesita una energía, una generosidad, una ceguera… Hasta hay un momento, al principio mismo; en que es preciso saltar un precipicio; si uno reflexiona, no lo hace. Sé que nunca más saltaré”

Jean-Paul Sartre, La náusea


Christian Coigny


Ry Cooder Paris, Texas

El nudo


Del profundo mar en calma, salen dos serpientes de inmensas espirales.
Por encima de las olas levantan su cresta y su pecho…
mientras el resto de su cuerpo se desarrolla a flor de agua.
Una de ellas ahora me aprisiona en medio de dos vueltas y
me oprime con el doble anillo de su amor. Y yo, intento romper su nudo

La Eneida

Hungry for your touch

Verdadero nombre


Llamaré desierto a ese castillo que fuiste,
Noche a esa voz, ausencia a tu rostro,
Y cuando caigas en la tierra estéril
Llamaré nada al relámpago que te ha llevado.

Morir es un país que amabas. Vengo,
Pero siempre por tus sombríos caminos.
Destruyo tu deseo, tu forma, tu memoria,
Soy tu enemigo que no tendrá piedad.

Guerra te llamaré y tomaré
Contigo las libertades de la guerra y tendré
En mis manos tu rostro oscuro y atravesado,
En mi corazón ese país que ilumina la tormenta.

Verdadero nombre

El aliento del silencio

Man Ray, Hand on lips, 1926


Allí donde el aliento

Está solo en el escenario
sin ningún instrumento.

Se pone la mano en el pecho
allí donde nace el aliento
y donde se apaga.

No son las manos que cantan,
ni tampoco el pecho.

Canta lo que está callado.

Adam Zagajewski



Piano Project - Improv #10 - One Last Thought by The Daydream Club

viernes, 17 de junio de 2016

Loco


Definición de loco:


Afectado por algún grado de independencia intelectual; disconforme con las normas convencionales que rigen el pensamiento, el lenguaje y la acción, normas éstas que los “cuerdos” o “conformes” produjeron tomándose como medida a sí mismos. Que discrepa con la mayoría; en resumen, extraordinario.

Ambrose Bierce Diccionario del Diablo, 1911
Ed. Alianza, 2011
Trad. Aitor Ibarrola Armendariz

El absurdo razonable


La última vez que se miró en el espejo, no se vio reflejado allí… Comprendió entonces, por qué los vecinos habían dejado de saludarlo.

Elsa Beatriz Lanfranco

Pint: René Magritte
Reproducción prohibida




Deseo


La vallisneria es una hierba bastante insignificante que no tiene nada de la gracia extraña del nenúfar o de ciertas cabelleras submarinas. Pero se diría que la naturaleza se ha complacido en poner en ella una hermosa idea. Toda la existencia de la pequeña planta transcurre en el fondo del agua, en una especie de semisueño, hasta la hora nupcial en que aspira a una vida nueva. Entonces la flor hembra desarrolla lentamente la larga espiral de su pedúnculo, sube, emerge, domina y se abre en la superficie del estanque. De un tronco vecino, las flores masculinas que la vislumbran a través del agua iluminada por el sol se elevan a su vez, llenas de esperanza, hacia la que se balancea, las espera y las llama en un mundo mágico. Pero a medio camino se sienten bruscamente retenidas: su tallo, manantial de vida, es demasiado corto; no alcanzarán jamás la mansión de luz, la única en que puede realizarse la unión de los estambres y del pistilo. ¿Hay en la naturaleza una inadvertencia o prueba más cruel? ¡Imaginaos el drama de ese deseo, lo inaccesible que se toca, la fatalidad transparente, lo imposible sin obstáculo visible!.

Maurice MaeterlinckLa inteligencia de las flores
Ed. Longseller, 2004
Trad. Juan Bautista Enseñat

Fot. The Field Museum Library, Lily pads in water

Abecedarios imposibles

Tipografía imposible, Rodrigo Fuenzalida


Si el amor, como todo, es cuestión de palabras,
acercarme a tu cuerpo fue crear un idioma.

Luis García Montero


jueves, 16 de junio de 2016

Anotación registral

Registros contables en una tableta sumeria

Escribo en las piedras
extraños jeroglíficos
pero sé que todo se concentra
en ocultar tu nombre
a mi memoria.

Jota Lavilla


Elección



Elección

Pese a la lujuria con que junio pinta a los jazmines, al rosal, a las buganvillas frondosas, pese a esta luz incandescente, amor mío, pese a los días eternos y a las banderolas danzantes que ocupan los balcones, pese a ello, pese a todo ello, elijo esta quietud de mi espacio, este rumor del Levante por los pinos, este silencio enorme que me masculla a gritos la verdad sobre mis cosas.

Jota Lavilla

Fot:Alain Baumgarten

Sumi Jo
Simple Song

Alegría


Mi alegría tiene algo salvaje, fiero, en ruptura con toda decencia, toda conveniencia, toda ley. Por ella regreso al balbuceo de la infancia, pues no presenta a mi espíritu sino novedad. Necesito inventarlo todo, palabras y gestos; nada del pasado satisface ya mi amor. Todo en mí se abre, se asombra; me late el corazón; una sobreabundancia de vida me sube a la garganta como un sollozo. Ya no sé nada; es una vehemencia sin recuerdos y sin arrugas.

André Gide Diario
Ed. Alba Editorial, 1999
Trad. Laura Freixas

Fot. Retrato de André Gide, sin datos

El poder de la imaginación


Creo en el poder de la imaginación para rehacer el mundo, para soltar las riendas de la verdad dentro de nosotros, para demorar la noche, para trascender la muerte, para congraciarnos con los pájaros, para ganarnos la confianza de los locos.

James Graham Ballard
El Credo, 1984

Fot. Masao Yamamoto

miércoles, 15 de junio de 2016

Libros y amigos


En el fondo, todo lector auténtico es también amigo de los libros. Porque el que sabe acoger y amar un libro con el corazón, quiere que sea suyo a ser posible, quiere volver a leerlo, poseerlo y saber que siempre está cerca y a su alcance. (...)
Para el buen lector, leer un libro significa aprender a conocer la manera de ser y pensar de una persona extraña, tratar de comprenderla y quizá ganarla como amigo.(...)
No existen los mil o cien “mejores libros”; para cada individuo existe una selección especial de los que le son afines y comprensibles, queridos y valiosos. Por eso no se puede crear una biblioteca por encargo, cada uno tiene que seguir sus necesidades y su amor, y adquirir lentamente una colección de libros como adquiere a sus amigos. Entonces una pequeña colección puede significar un mundo para él.(...)
El que solamente lee como pasatiempo, por mucho y bueno que sea lo que lea, leerá y olvidará y luego será tan pobre como antes. Pero al que lee como se escucha a los amigos, los libros le revelarán sus riquezas y serán suyos. Lo que lea no resbalará, ni se perderá, sino que se quedará con él y le pertenecerá y consolará, como sólo los amigos son capaces de hacerlo.

Hermann Hesse, Escritos sobre literatura
Ed. Alianza Editorial, 1983

Las Ménades

William-Adolphe Bouguereau (1825-1905)

Las Ménades, Julio Cortázar 
Texto completo

Alcanzándome un programa impreso en papel crema, Don Pérez me condujo a mi platea. Fila nueve, ligeramente hacia la derecha: el perfecto equilibrio acústico. Conozco bien el teatro Corona y sé que tiene caprichos de mujer histérica. A mis amigos les aconsejo que no acepten jamás fila trece, porque hay una especie de pozo de aire donde no entra la música; ni tampoco el lado izquierdo de las tertulias, porque al igual que en el Teatro Comunale de Florencia, algunos instrumentos dan la impresión de apartarse de la orquesta, flotar en el aire, y es así como una flauta puede ponerse a sonar a tres metros de uno mientras el resto continúa correctamente en la escena, lo cual será pintoresco pero muy poco agradable.

Le eché una mirada al programa. Tendríamos El sueño de una noche de verano, Don Juan, El mar y la Quinta sinfonía. No pude menos de reírme al pensar en el Maestro. Una vez más el viejo zorro había ordenado su programa de concierto con esa insolente arbitrariedad estética que encubría un profundo olfato psicológico, rasgo común en los régisseurs de music-hall, los virtuosos de piano y los match-makers de lucha libre. Sólo yo de puro aburrido podía meterme en un concierto donde después de Strauss, Debussy, y sobre el pucho Beethoven contra todos los mandatos humanos y divinos. Pero el Maestro conocía a su público, armaba conciertos para los habitués del teatro Corona, es decir gente tranquila y bien dispuesta que prefiere lo malo conocido a lo bueno por conocer, y que exige ante todo profundo respeto por su digestión y su tranquilidad. Con Mendelssohn se pondrían cómodos, después el Don Juan generoso y redondo, con tonaditas silbables. Debussy los haría sentirse artistas, porque no cualquiera entiende su música. Y luego el plato fuerte, el gran masaje vibratorio beethoveniano, así llama el destino a la puerta, la V de la victoria, el sordo genial, y después volando a casa que mañana hay un trabajo loco en la oficina.

En realidad yo le tenía un enorme cariño al Maestro, que nos trajo buena música a esta ciudad sin arte, alejada de los grandes centros, donde hace diez años no se pasaba de La Traviata y la obertura de El Guaraní. El Maestro vino a la ciudad contratado por un empresario decidido, y armó esta orquesta que podía considerarse de primera línea. Poco a poco nos fue soltando Brahms, Mahler, los impresionistas, Strauss y Mussorgski. Al principio los abonados le gruñeron y el Maestro tuvo que achicar las velas y poner muchas "selecciones de ópera" en los programas; después empezaron a aplaudirle el Beethoven duro y parejo que nos plantaba, y al final lo ovacionaron por cualquier cosa, por sólo verlo, como ahora que su entrada estaba provocando un entusiasmo fuera de lo común. Pero a principios de temporada la gente tiene las manos frescas, aplaude con gusto, y además todo el mundo lo quería al Maestro que se inclinaba secamente, sin demasiada condescendencia, y se volvía a los músicos con su aire de jefe de brigantes. Yo tenía a mi izquierda a la señora de Jonatán, a quien no conozco mucho pero que pasa por melómana, y que sonrosadamente me dijo:

-Ahí tiene, ahí tiene a un hombre que ha conseguido lo que pocos. No sólo ha formado una orquesta sino un público. ¿No es admirable?

-Sí -dije yo con mi condescendencia habitual.

-A veces pienso que debería dirigir mirando hacia la sala, porque también nosotros somos un poco sus músicos.

-No me incluya, por favor -dije-. En materia de música tengo una triste confusión mental. Este programa, por ejemplo, me parece horrendo. Pero sin duda me equivoco.

La señora de Jonatán me miró con dureza y desvió el rostro, aunque su amabilidad pudo más y la indujo a darme una explicación.

-El programa es de puras obras maestras, y cada una ha sido solicitada especialmente por cartas de admiradores. ¿No sabe que el Maestro cumple esta noche sus bodas de plata con la música? ¿Y que la orquesta festeja los cinco años de formación? Lea al dorso del programa, hay un articulo tan delicado del doctor Palacín.

Leí el artículo del doctor Palacín en el intervalo, después de Mendelssohn y Strauss que le valieron al Maestro sendas ovaciones. Paseándome por el foyer me pregunté una o dos veces si las ejecuciones justificaban semejantes arrebatos de un público que, según me consta, no es demasiado generoso. Pero los aniversarios son las grandes puertas de la estupidez, y presumí que los adictos del Maestro no eran capaces de contener su emoción. En el bar encontré al doctor Epifanía con su familia, y me quedé a charlar unos minutos. Las chicas estaban rojas y excitadas, me rodearon como gallinitas cacareantes (hacen pensar en volátiles diversos) para decirme que Mendelssohn había estado bestial, que era una música como de terciopelo y de gasas, y que tenía un romanticismo divino. Uno podría quedarse toda la vida oyendo el nocturno, y el scherzo estaba tocado como por manos de hadas. A la Beba le gustaba más Strauss porque era fuerte, verdaderamente un Don Juan alemán, con esos cornos y esos trombones que le ponían carne de gallina -cosa que me resultó sorprendentemente literal. El doctor Epifanía nos escuchaba con sonriente indulgencia.

-¡Ah, los jóvenes! Bien se ve que ustedes no escucharon tocar a Risler, ni dirigir a von Bülow. Esos eran los grandes tiempos.

Las chicas lo miraban furiosas. Rosarito dijo que las orquestas estaban mucho mejor dirigidas que cincuenta años atrás, y la Beba negó a su padre todo derecho a disminuir la calidad extraordinaria del Maestro.

-Por supuesto, por supuesto -dijo el doctor Epifanía-. Considero que el Maestro está genial esta noche. ¡Qué fuego, qué arrebato! Yo mismo hacía años que no aplaudía tanto.

Y me mostró dos manos con las que se hubiera dicho que acababa de aplastar una remolacha. Lo curioso es que hasta ese momento yo había tenido la impresión contraria, y me parecía que el Maestro estaba en una de esas noches en que el hígado le molesta y él opta por un estilo escueto y directo, sin prodigarse mucho. Pero debía ser el único que pensaba así, porque Cayo Rodríguez casi me saltó al pescuezo al descubrirme, y me dijo que el Don Juan había estado brutal y que el Maestro era un director increíble.

-¿Vos no viste ese momento en el scherzo de Mendelssohn cuando parece que en vez de una orquesta son como susurros de voces de duendes?

-La verdad -dije yo- es que primero tendría que enterarme de cómo son las voces de los duendes.

-No seas bruto -dijo Cayo enrojeciendo, y vi que me lo decía sinceramente rabioso-. ¿Cómo no sos capaz de captar eso? El Maestro está genial, che, dirige como nunca. Parece mentira que seas tan coriáceo.

Guillermina Fontán venía presurosa hacia nosotros. Repitió todos los epítetos de las chicas de Epifanía, y ella y Cayo se miraron con lágrimas en los ojos, conmovidos por esa fraternidad en la admiración que por un momento hace tan buenos a los humanos. Yo los contemplaba con asombro, porque no me explicaba del todo un entusiasmo semejante; cierto que no voy todas las noches a los conciertos como ellos, y que a veces me ocurre confundir Brahms con Brückner y viceversa, lo que en su grupo sería considerado como de una ignorancia inapelable. De todas maneras esos rostros rubicundos, esos cuellos transpirados, ese deseo latente de seguir aplaudiendo aunque fuera en el foyer o en el medio de la calle, me hacían pensar en las influencias atmosféricas, la humedad o las manchas solares, cosas que suelen afectar los comportamientos humanos. Me acuerdo de que en ese momento pensé si algún gracioso no estaría repitiendo el memorable experimento del doctor Ox para incandescer al público. Guillermina me arrancó de mis cavilaciones sacudiéndome del brazo con violencia (apenas nos conocemos).

-Y ahora viene Debussy -murmuró excitadísima-. Esa puntilla de agua, La Mer.

-Será magnifico escucharla -dije, siguiéndole la corriente marina.

-¿Usted se imagina cómo la va a dirigir el Maestro?

-Impecablemente -estimé, mirándola para ver cómo juzgaba mi advertencia. Pero era evidente que Guillermina esperaba más fuego, porque se volvió a Cayo que bebía soda como un camello sediento y los dos se entregaron a un cálculo beatífico sobre lo que sería el segundo tiempo de Debussy, y la fuerza grandiosa que tendría el tercero. Me fui de ronda por los pasillos, volví al foyer, y en todas partes era entre conmovedor e irritante ver el entusiasmo del público por lo que acababa de escuchar. Un enorme zumbido de colmena alborotada incidía poco a poco en los nervios, y yo mismo acabé sintiéndome un poco febril y dupliqué mi ración habitual de soda Belgrano. Me dolía un poco no estar del todo en el juego, mirar a esa gente desde fuera, a lo entomólogo. Qué le iba a hacer, es una cosa que me ocurre siempre en la vida, y casi he llegado a aprovechar esta aptitud para no comprometerme en nada.

Cuando volví a la platea todo el mundo estaba ya en su sitio, y molesté a la entera fila para alcanzar mi butaca. Los músicos entraban desganadamente a escena, y me pareció curioso cómo la gente se había instalado antes que ellos, ávida de escuchar. Miré hacia el paraíso y las galerías altas; una masa negra, como moscas en un tarro de dulce. En las tertulias, más separadas, los trajes de los hombres daban la impresión de bandadas de cuervos; algunas linternas eléctricas se encendían y apagaban, los melómanos provistos de partituras ensayaban sus métodos de iluminación. La luz de la gran lucerna central bajó poco a poco, y en la oscuridad de la sala oí levantarse los aplausos que saludaban la entrada del Maestro. Me pareció curiosa esa sustitución progresiva de la luz por el ruido, y cómo uno de mis sentidos entraba en juego justamente cuando el otro se daba al descanso. A mi izquierda la señora de Jonatán batía palmas con fuerza, toda la fila aplaudía cerradamente; pero a la derecha, dos o tres plateas más allá, vi a un hombre que se estaba inmóvil, con la cabeza gacha. Un ciego, sin duda; adiviné el brillo del bastón blanco, los anteojos inútiles. Sólo él y yo nos negábamos a aplaudir y me atrajo su actitud. Hubiera querido sentarme a su lado, hablarle: alguien que no aplaudía esa noche era un ser digno de interés. Dos filas más adelante, las chicas de Epifanía se rompían las manos, y su padre no se quedaba atrás. El Maestro saludó brevemente, mirando una o dos veces hacia arriba, de donde el ruido bajaba como rolidos para encontrarse con el de la platea y los palcos. Me pareció verle un aire entre interesado y perplejo; su oído debía estarle mostrando la diferencia entre un concierto ordinario y el de unas bodas de plata: Ni qué decir que La Mer le valió una ovación apenas algo menor que la obtenida con Strauss, cosa por lo demás comprensible. Yo mismo me dejé atrapar por el último movimiento, con sus fragores y sus inmensos vaivenes sonoros, y aplaudí hasta que me dolieron las manos. La señora de Jonatán lloraba.

-Es tan inefable -murmuró volviendo hacia mí un rostro que parecía salir de la lluvia-. Tan increíblemente inefable...

El Maestro entraba y salía, con su destreza elegante y su manera de subir al podio como quien va a abrir un remate. Hizo levantarse a la orquesta, y los aplausos y los bravos redoblaron. A mi derecha, el ciego aplaudía suavemente, cuidándose las manos, era delicioso ver con qué parsimonia contribuía al homenaje popular, la cabeza gacha, el aire recogido y casi ausente. Los "¡bravo!", que resuenan siempre aisladamente y como expresiones individuales, restallaban desde todas direcciones. Los aplausos habían empezado con menos violencia que en la primera parte del concierto, pero ahora que la música quedaba olvidada y que no se aplaudía Don Juan ni La Mer (o mejor, sus efectos), sino solamente al Maestro y al sentimiento colectivo que envolvía la sala, la fuerza de la ovación empezaba a alimentarse a sí misma, crecía por momentos y se tornaba casi insoportable. Irritado, miré hacia la izquierda; vi a una mujer vestida de rojo que corría aplaudiendo por el centro de la platea, y que se detenía al pie del podio, prácticamente a los pies del Maestro. Al inclinarse para saludar otra vez, el Maestro se encontró con la señora de rojo a tan poca distancia que se enderezó sorprendido. Pero de las galerías altas venía un fragor que lo obligó a alzar la cabeza y saludar, como raras veces lo hacía, levantando el brazo izquierdo. Aquello exacerbó el entusiasmo, y a los aplausos se agregaban truenos de zapatos batiendo el piso de las tertulias y los palcos. Realmente era una exageración.

No había intervalo, pero el Maestro se retiró a descansar dos minutos, y yo me levanté para ver mejor la sala. El calor, la humedad y la excitación habían convertido a la mayoría de los asistentes en lamentables langostinos sudorosos. Cientos de pañuelos funcionaban como olas de un mar que grotescamente prolongaba el que acabábamos de oír. Muchas personas corrían hacia el foyer, para tragar a toda velocidad una cerveza o una naranjada. Temerosos de perder algo, retornaban a punto de tropezarse con otros que salían, y en la puerta principal de la platea había una confusión considerable. Pero no se producían altercados, la gente se sentía de una bondad infinita, era más bien como un gran reblandecimiento sentimental en que todos se encontraban fraternalmente y se reconocían. La señora de Jonatán, demasiado gorda para maniobrar en su platea, alzaba hasta mí, siempre de pie, un rostro extrañamente semejante a un rabanito. "Inefable", repetía. "Tan inefable".

Casi me alegré de que volviera el Maestro, porque aquella multitud de la que yo formaba parte inexcusablemente me daba entre lástima y asco. De toda esa gente, los músicos y el Maestro parecían los únicos dignos. Y además el ciego a pocas plateas de la mía, rígido y sin aplaudir, con una atención exquisita y sin la menor bajeza.

-La Quinta -me humedeció en la oreja la señora de Jonatán-. El éxtasis de la tragedia.

Pensé que era más bien un título para película, y cerré los ojos. Tal vez buscaba en ese instante asimilarme al ciego, al único ser entre tanta cosa gelatinosa que me rodeaba. Y cuando veía ya pequeñas luces verdes cruzando mis párpados como golondrinas, la primera frase de La Quinta me cayó encima como una pala de excavadora, obligándome a mirar. El Maestro estaba casi hermoso, con su rostro fino y avizor, haciendo despegar la orquesta que zumbaba con todos sus motores. Un gran silencio se había hecho en la sala, sucediendo fulminantemente a los aplausos; hasta creo que el Maestro soltó la máquina antes de que terminaran de saludarlo. El primer movimiento pasó sobre nuestras cabezas con sus fuegos de recuerdo, sus símbolos, su fácil e involuntaria pega-pega. El segundo, magníficamente dirigido, repercutía en una sala donde el aire daba la impresión de estar incendiado pero con un incendio que fuera invisible y frío, que quemara de dentro afuera. Casi nadie oyó el primer grito porque fue ahogado y corto, pero como la muchacha estaba justamente delante de mí, su convulsión me sorprendió y al mismo tiempo la oí gritar, entre un gran acorde de metales y maderas. Un grito seco y breve como de espasmo amoroso o de histeria. Su cabeza se dobló hacia atrás, sobre esa especie de raro unicornio de bronce que tienen las plateas del Corona, y al mismo tiempo sus pies golpearon furiosamente el suelo mientras las personas a su lado la sujetaban por los brazos. Arriba, en la primera fila de tertulia, oí otro grito, otro golpe en el suelo. El Maestro cerró el segundo tiempo y soltó directamente el tercero; me pregunté si un director puede escuchar un grito de la platea, atrapado como está por el primer plano sonoro de la orquesta. La muchacha de la butaca delantera se doblaba ahora poco a poco y alguien (quizá su madre) la sostenía siempre de un brazo. Yo hubiera querido ayudar, pero menudo lío es meterse en las cosas de la fila de adelante, en pleno concierto y con gentes desconocidas. Quise decirle algo a la señora de Jonatán, por aquello de que las mujeres son las indicadas para atender esa clase de ataques, pero estaba con los ojos fijos en la espalda del Maestro, perdida en la música; me pareció que algo le brillaba debajo de la boca, en la barbilla. De golpe dejé de ver al Maestro, porque la rotunda espalda de un señor de smoking se enderezaba en la fila delantera. Era muy raro que alguien se levantara a mitad del movimiento, pero también eran raros esos gritos y la indiferencia de la gente ante la muchacha histérica. Algo como una mancha roja me obligó a mirar hacia el centro de la platea, y nuevamente vi a la señora que en el intervalo había corrido a aplaudir al pie del podio. Avanzaba lentamente, yo hubiera dicho que agazapada aunque su cuerpo se mantenía erecto, pero era más bien el tono de su marcha, un avance a pasos lentos, hipnóticos, como quien se prepara a dar un salto. Miraba fijamente al Maestro, vi por un instante la lumbre emocionada de sus ojos. Un hombre salió de las filas y se puso a andar tras ella; ahora estaban a la altura de la quinta fila y otras tres personas se les agregaban. La música concluía, saltaban los primeros grandes acordes finales desencadenados por el Maestro con espléndida sequedad, como masas escultóricas surgiendo de una sola vez, altas columnas blancas y verdes, un Karnak de sonido por cuya nave avanzaban paso a paso la mujer roja y sus seguidores.

Entre dos estallidos de la orquesta oí gritar otra vez, pero ahora el clamor venía de uno de los palcos de la derecha. Y con él los primeros aplausos, sobre la música, incapaces de retenerse por más tiempo, como si en ese jadeo de amor que venían sosteniendo el cuerpo masculino de la orquesta con la enorme hembra de la sala entregada, ésta no hubiera querido esperar el goce viril y se abandonara a su placer entre retorcimientos quejumbrosos y gritos de insoportable voluptuosidad. Incapaz de moverme en mi butaca, sentía a mis espaldas como un nacimiento de fuerzas, un avance paralelo al avance de la mujer de rojo y sus seguidores por el centro de la platea, que llegaban ya bajo el podio en el preciso momento en que el Maestro, igual a un matador que envaina su estoque en el toro, metía la batuta en el último muro de sonido y se doblaba hacia adelante, agotado, como si el aire vibrante lo hubiese corneado con el impulso final. Cuando se enderezó la sala entera estaba de pie y yo con ella, y el espacio era un vidrio instantáneamente trizado por un bosque de lanzas agudísimas, los aplausos y los gritos confundiéndose en una materia insoportablemente grosera y rezumante pero llena a la vez de una cierta grandeza, como una manada de búfalos a la carrera o algo por el estilo. De todas partes confluía el público a la platea, y casi sin sorpresa vi a dos hombres saltar de los palcos al suelo. Gritando como una rata pisoteada la señora de Jonatán había podido desencajarse de su asiento, y con la boca abierta y los brazos tendidos hacia la escena vociferaba su entusiasmo. Hasta ese instante el Maestro había permanecido de espaldas, casi desdeñoso, mirando a sus músicos con probable aprobación. Ahora se dio vuelta, lentamente, y bajó la cabeza en su primer saludo. Su cara estaba muy blanca, como si la fatiga lo venciera, y llegué a pensar (entre tantas otras sensaciones, trozos de pensamientos, ráfagas instantáneas de todo lo que me rodeaba en ese infierno del entusiasmo) que podía desmayarse. Saludó por segunda vez, y al hacerlo miró a la derecha donde un hombre de smoking y pelo rubio acababa de saltar al escenario seguido por otros dos. Me pareció que el Maestro iniciaba un movimiento como para descender del podio, pero entonces reparé en que ese movimiento tenía algo de espasmódico, como de querer librarse. Las manos de la mujer de rojo se cerraban en su tobillo derecho; tenía la cara alzada hacia el Maestro y gritaba, al menos yo veía su boca abierta y supongo que gritaba como los demás, probablemente como yo mismo. El Maestro dejó caer la batuta y se esforzó por soltarse, mientras decía algo imposible de escuchar. Uno de los seguidores de la mujer le abrazaba ya la otra pierna, desde la rodilla, y el Maestro se volvía hacia su orquesta como reclamando auxilio. Los músicos estaban de pie, en una enorme confusión de instrumentos, bajo la luz cegadora de las lámparas de escena. Los atriles caían como espigas a medida que por los dos lados del escenario subían hombres y mujeres de la platea, al punto que ya no podía saber quiénes eran músicos o no. Por eso el Maestro, al ver que un hombre trepaba por detrás del podio, se agarró de él para que lo ayudara a arrancarse de la mujer y sus seguidores que le cubrían ya las piernas con las manos, y en ese momento se dio cuenta de que el hombre no era uno de sus músicos y quiso rechazarlo, pero el otro lo abrazó por la cintura, vi que la mujer de rojo abría los brazos como reclamando, y el cuerpo del Maestro se perdió en un vórtice de gentes que lo envolvían y se lo llevaban amontonadamente. Hasta ese instante yo había mirado todo con una especie de espanto lúdico, por encima o por debajo de lo que estaba ocurriendo, pero en el mismo momento me distrajo un grito agudísimo a mi derecha y vi que el ciego se había levantado y revolvía los brazos como aspas, clamando, reclamando, pidiendo algo. Fue demasiado, entonces ya no pude seguir asistiendo, me sentí partícipe mezclado en ese desbordar del entusiasmo y corrí a mi vez hacia el escenario y salté por un costado, justamente cuando una multitud delirante rodeaba a los violinistas, les quitaba los instrumentos (se los oía crujir y reventarse como enormes cucarachas marrones) y empezaba a tirarlos del escenario a la platea, donde otros esperaban a los músicos para abrazarlos y hacerlos desaparecer en confusos remolinos. Es muy curioso pero yo no tenía ningún deseo de contribuir a esas demostraciones, solamente estar al lado y ver lo que ocurría, sobrepasado por ese homenaje inaudito. Me quedaba suficiente lucidez como para preguntarme por qué los músicos no escapaban a toda carrera por entre bambalinas, y en seguida vi que no era posible porque legiones de oyentes habían bloqueado las dos alas del escenario, formando un cordón móvil que avanzaba pisoteando los instrumentos, haciendo volar los atriles, aplaudiendo y vociferando al mismo tiempo, en un estrépito tan monstruoso que ya empezaba a asemejarse al silencio. Vi correr hacia mí un tipo gordo que traía su clarinete en la mano, y estuve tentado de agarrarlo al pasar o hacerle una zancadilla para que el público pudiera atraparlo. No me decidí, y una señora de rostro amarillento y gran escote donde galopaban montones de perlas me miró con odio y escándalo al pasar a mi lado y apoderarse del clarinetista que chilló débilmente y trató de proteger su instrumento. Se lo quitaron entre dos hombres, y el músico tuvo que dejarse llevar del lado de la platea donde la confusión alcanzaba su pleno.

Los gritos sobrepujaban ahora a los aplausos, la gente estaba demasiado ocupada abrazando y palmeando a los músicos para poder aplaudir, de modo que la calidad del estrépito iba virando a un tono cada vez más agudo, roto aquí y allá por verdaderos alaridos entre los que me pareció oír algunos con ese color especialísimo que da el sufrimiento, tanto que me pregunté si en las carreras y en los saltos no habría tipos quebrándose los brazos y las piernas, y a mi vez me tiré de vuelta a la platea ahora que el escenario estaba vacío y los músicos en posesión de sus admiradores que los llevaban en todas direcciones, parte hacia los palcos, donde confusamente se adivinaban movimientos y revuelos, parte hacia los estrechos pasillos que lateralmente conducen al foyer. Era de los palcos de donde venían los clamores más violentos como si los músicos, incapaces de resistir la presión y el ahogo de tantos brazos, pidieran desesperadamente que los dejaran respirar. La gente de las plateas se amontonaba frente a las aberturas de los palcos balcón, y cuando corrí por entre las butacas para acercarme a uno de ellos la confusión parecía mayor, las luces bajaron bruscamente y se redujeron a una lumbre rojiza que apenas permitía ver las caras, mientras los cuerpos se convertían en sombras epilépticas, en un amontonamiento de volúmenes informes tratando de rechazarse o confundirse unos con otros. Me pareció distinguir la cabellera plateada del Maestro en el Segundo palco de mi lado, pero en ese instante mismo desapareció como si lo hubieran hecho caer de rodillas. A mi lado oí un grito seco y violento, y vi a la señora de Jonatán y a una de las chicas de Epifanía precipitándose hacia el palco del Maestro, porque ahora yo estaba seguro de que en ese palco estaba el Maestro rodeado de la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Con una agilidad increíble la señora de Jonatán puso un pie entre las dos manos de la chica de Epifanía, que cruzaba los dedos para hacerle un estribo, y se precipitó de cabeza en el interior del palco. La chica de Epifanía me miró, reconociéndome, y me gritó algo, probablemente que la ayudara a subir, pero no le hice caso y me quedé a distancia del palco, poco dispuesto a disputarles su derecho a individuos absolutamente enloquecidos de entusiasmo, que se batían entre ellos a empellones. A Cayo Rodríguez, que se había distinguido en el escenario por su encarnizamiento en hacer bajar los músicos a la platea, acababan de partirle la nariz de una trompada, y andaba titubeando de un lado a otro con la cara cubierta de sangre. No me dio la menor lástima, ni tampoco ver al ciego arrastrándose por el suelo, dándose contra las plateas, perdido en ese bosque simétrico sin puntos de referencia. Ya no me importaba nada, solamente saber si los gritos iban a cesar de una vez porque de los palcos seguían saliendo gritos penetrantes que el público de la platea repetía y coreaba incansable, mientras cada uno trataba de desalojar a los demás y meterse por algún lado en los palcos. Era evidente que los pasillos exteriores estaban atiborrados, pues el asalto mayor se daba desde la platea misma, tratando de saltar como lo había hecho la señora de Jonatán. Yo veía todo eso, y me daba cuenta de todo eso, y al mismo tiempo no tenía el menor deseo de agregarme a la confusión, de modo que mi indiferencia me producía un extraño sentimiento de culpa, como si mi conducta fuera el escándalo final y absoluto de aquella noche. Sentándome en una platea solitaria dejé que pasaran los minutos, mientras al margen de mi inercia iba notando el decrecimiento del inmenso clamor desesperado, el debilitamiento de los gritos que al fin cesaron, la retirada confusa y murmurante de parte del público. Cuando me pareció que ya se podía salir, dejé atrás la parte central de la platea y atravesé el pasillo que da al foyer. Uno que otro individuo se desplazaba como borracho, secándose las manos o la boca con el pañuelo, alisándose el traje, componiéndose el cuello. En el foyer vi algunas mujeres que buscaban espejos y revolvían en sus carteras. Una de ellas debía haberse lastimado porque tenía sangre en el pañuelo. Vi salir corriendo a las chicas de Epifanía; parecían furiosas por no haber llegado a los palcos, y me miraron como si yo tuviera la culpa. Cuando consideré que ya estarían afuera, eché a andar hacia la escalinata de salida, y en ese momento asomaron al foyer la mujer vestida de rojo y sus seguidores. Los hombres marchaban detrás de ella como antes, y parecían cubrirse mutuamente para que no se viera el destrozo de sus ropas. Pero la mujer vestida de rojo iba al frente, mirando altaneramente, y cuando estuve a su lado vi que se pasaba la lengua por los labios, lenta y golosamente se pasaba la lengua por los labios que sonreían.