miércoles, 28 de febrero de 2018

Uno tiende


Uno tiende hacia algo porque cree que es bueno, y queda encadenado a ello porque se convierte en necesario.

Simone Weil
La gravedad y la gracia
Ed. Trotta, 2007
Trad. Carlos Ortega

También yo, alguna vez


También yo, alguna vez, he sentido la necesidad de agradecer una mera presencia, un gesto, un silencio. O saber que una puede empezar a hablar, decir algo que no diría a nadie, y que de pronto es tan fácil.
-Como ofrecer una flor -dijo Paula, y apoyó apenas la mano en el brazo de Claudia-. Pero no soy de fiar -agregó retirando la mano-. Soy capaz de maldades infinitas, incurablemente perversa conmigo misma y con los demás. El pobre Raúl me aguanta hasta un punto… No puede imaginarse lo bueno y comprensivo que es, quizá porque yo no existo realmente para él; quiero decir que sólo existo en el plano de los sentimientos intelectuales, por decir así. Si por un improbable azar un día nos acostáramos juntos, creo que empezaría a detestarme a la mañana siguiente. 

Julio Cortázar
Los premios
Ed. Cátedra, 2005

Fot. Kees Scherer
Heilsoldaten, From 24 uur Amsterdam, 1957

Elegía


Helada mensajera de la noche,
has retornado límpida 
a los balcones de las casas destruidas 
para iluminar tumbas desconocidas 
y restos abandonados de la tierra humeante. 
Aquí descansa nuestro sueño. 
Y te diriges, solitaria, hacia el norte, 
donde las cosas corren
sin luz hacia la muerte; 
y tú resistes.

Elegía
Versión Juan Manuel Montefogo

Solitarios


La palabra "solitario", en el sentido que le daban los jansenistas, es al final tan bella como enigmática.
"Solitarios" designaba a los hombres de la sociedad civil, aristócratas o burgueses ricos, que optaban por las costumbres de los conventos (sus abstinencias, sus silencios, sus austeridades, sus vigilias, sus tareas, sus lecturas), pero que se negaban a atarse a ellos a través de los votos. Eran Consejeros de Estado, médicos, abogados, profesores, oficiales, grandes señores. Abandonaban la corte para franquear veinte kilómetros y encontrarse en un bosque. Podaban. Saneaban las pequeñas huertas siempre encharcadas que bordeaban la orilla y corroían el basamento de la capilla. Edificaron sus pequeñas casas al otro lado del muro, al margen del monasterio donde estaban retiradas las mujeres que admiraban, las muchachas cuya reclusión les pesaba, las hermanas a las que amaban. No renunciaron al uso de la cortesía mundana. Utilizaban la palabra "señor" para hablar entre sí e incluso para dirigirse a los niños a los que instruían. (...) No se conducían bajo ninguna regla exterior, no obedecían a nadie, celosos solamente de su retiro del mundo, grandes caseros -grandes habilitadores, drenadores de ciénagas- de su retiro salvaje, grandes jardineros de su silencio. Estudiaban. No tuteaban a nadie.

Pascal Quignard
Sobre la idea de una comunidad de solitarios
Ed. Pre-Textos, 2018
Trad. Adalber Salas

Fot. Roman Vishniac
Cracow. Poland. 1937

Desaliño


...en el desaliño triste de mis emociones confusas...

Fernando Pessoa
El libro del desasosiego de Bernardo Soares
Ed. Seix Barral, 2010
Edición y traducción de Ángel Crespo

Fot. Diane Powers

martes, 27 de febrero de 2018

Érase una vez


Érase una vez ella, que se enojó por algo que había comentado él. Ella se resistía a indicárselo, pues deseaba que él se diese cuenta por sí mismo. Así que se mostró esquiva, abrupta y arisca. Y como él no entendía por qué se comportaba así, se lo preguntó sin más. Eso la contrarió doblemente, porque además de no ser lo que ella esperaba, confiaba en que él tuviera la sensibilidad suficiente para comprender qué era lo que le sucedía. Y entonces él se enfadó y le dijo que era demasiado reservada; y los dos se pusieron a discutir acaloradamente por otros asuntos que nada tenían que ver y por los que ninguno estaba en realidad disgustado y nunca hubiera recriminado al otro. Y todo fue por ese algo que él había comentado y que ella no recordaba cuando él la besó, que era de lo que se trataba.

Fernando Trías de Bes
Relatos absurdos
Ed. Urano, 2006

Fot. Rob Woodcox

Déjame ciega


–¿No duermes?
–Hay demasiada luz.
–He cerrado las puertas. He apagado las lámparas.
–Hay todavía demasiada luz. Necesito tu sombra.
–Si te la doy, no verás nada.
–No quiero ver. Tiéndete sobre mí. Déjame ciega.

Encarna Castejón
de "Etimología"
Dilema Editorial, 2004

Fot. Germaine Krull
Hand Study, 1929

Un alto precio


En todo hombre dormita un profeta, y cuando se despierta hay un poco más de mal en el mundo… La locura de predicar está tan anclada en nosotros que emerge de profundidades desconocidas al instinto de conservación. Cada uno espera su momento para proponer algo: no importa el qué. Tiene una voz: eso basta. Pagamos caro no ser sordos ni mudos…

Emil Cioran
Breviario de podredumbre
Ed. Taurus, 2014
Trad. Fernando Savater

Fot. Carlo Dolci
Santa Caterina da Siena (detalle), 1665
Dulwich College Picture Gall., London

El espacio articulado


La realidad ha de ser buscada, no en lo concreto,
sino en el espacio articulado:
La costa, por ejemplo,
expandiéndose de muro a muro;
La voz del mar
rompiendo el silencio desde el silencio.

Versión de Marcelo Pellegrini

Fot. Photographing the visit of the French president
Amsterdam, 1911
National Archives of Netherlands

lunes, 26 de febrero de 2018

No detenerse


No detenerse. 
Y cuando ya parezca que has naufragado 
para siempre en los ciegos meandros de la luz, 
beber aún en la desposesión oscura, 
en donde sólo nace el sol radiante de la noche. 
Pues también está escrito que el que sube hacia ese sol 
no puede detenerse y va de comienzo en comienzo 
por comienzos que no tienen fin.


Lonely man in a Saloon,
Craigville, Minnesota, 1937

Y de pronto es la noche


Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra
traspasado por un rayo de sol:
y de pronto es la noche.

Versión Gianni Siccardi

Fot. Gabrielle Duplantier

domingo, 25 de febrero de 2018

Espacio - Tiempo


Ella le confesó que al regresar a media noche había tomado en la biblioteca del hotel (el vigilante nocturno, lector impenitente, tenía la llave) y se había llevado a su habitación el volumen de la Enciclopedia Británica que contiene el artículo "Espacio-Tiempo".
-"El Espacio (dice este artículo, de modo algo equívoco) es la propiedad -tú eres mi propiedad- en virtud de la cual -tú eres mi virtud- los cuerpos rígidos pueden ocupar posiciones diferentes". ¿Bonito? Bonito.

Vladimir Nabokov
Ada o el ardor
Ed. Anagrama, 2006
Trad. David Molinet

Seguras sobre la firme roca


Seguras sobre la firme roca se alzan las casuchas:
¡venid a ver el brillante palacio que alcé sobre la arena!

Un palacio en la arena
Ed. Harpo Libros, 2017
Trad. Andrés Catalán

¿Qué me falta?


Mediodía caliente en los prados.
Las flores se doblan y se funden, 
y los amantes van y vienen, 
van y vienen.
Son planos y negros como sombras.
¡Es tan agradable no tener ataduras!
Soy solitaria como la hierba. 
¿Qué me falta?
¿Lo encontraré alguna vez, sea lo que sea?
Los cisnes se han ido. 
El río aún recuerda lo blancos que eran.
Intenta alcanzarlos con sus luces.
Encuentra sus formas en una nube.
¿Qué pájaro está gritando
con la voz llena de tristeza?
Soy más joven que nunca, dice. 
¿Qué me falta?


sábado, 24 de febrero de 2018

La calidad de cierto silencio


Pensaba en ellos dos, juntos, y podía sentir de nuevo algo de calor, o el tono de ciertos matices, incluso la calidad de cierto silencio. Una luz especial. Entonces le era dado encontrar otra vez lo que buscaba, en esa firme sensación de que existía un lugar donde el mundo no era admitido, y que coincidía con el perímetro dibujado por sus dos cuerpos, suscitado por su estar juntos y cuya anomalía lo convertía en inabordable. Si era capaz de acceder a esa sensación, todo volvía a ser inofensivo. Puesto que el desastre de toda vida alrededor, e incluso de la suya, ya no era una amenaza contra su felicidad, sino, en todo caso, el contrapunto que hacía aún más necesaria e inexpugnable la guarida que el Hijo y ella habían creado al amarse. Eran la demostración de un teorema que refutaba al mundo, y cuando lograba volver a esa convicción, todo miedo la abandonaba y una nueva seguridad, dulce, se apoderaba de ella. No había nada más delicioso en el mundo.

Alessandro Baricco
La esposa joven
Ed. Anagrama
Trad. Xavier González Rovira

Fot. Audrey Tautou & Mathieu Kassovitz en Amélie, 2001

El llamado


EL LLAMADO

La mirada recorre un mapa. 
Ojo viajero 
de ciudad en ciudad, de puerto en puerto 
a través del azul, verde, amarillo 
de países distantes. 
Y más lejos, más lejos. 
Y busca nombres raros en Islandia
en Australia, en islitas de Oceanía…
Pero no son lugares los que quiere
la mirada viajera:
son signos de lo lejos.
Un guiño fantasmal llama y espera
y da un salto hacia atrás si te aproximas.
La mano que llamaba retrocede.
¿Llamaría?
¿Esperaba?
No se sabe. Está lejos.


Intensa y silenciosa


Tuve un amante que ensalzó mis caderas
y mi forma de amar intensa y silenciosa.
Podría ser aún como un río de luz en tus brazos.

Eros
Ed. Vaso Roto, 2010


viernes, 23 de febrero de 2018

Las lágrimas


Él se quedó solo con su mano ardiendo.

Con algo invisible alrededor de su cara, que era el resto de su perfume.

Miró la baranda de madera del bote, se subió sin apoyar la mano que ella había tocado con su mano maravillosa.

Después miró el agua.

Luego se dio vuelta y miró la costa y vio la silueta de Lucilla alejándose.

Al cabo de algún tiempo, abrió la mano que la mujer había estrechado mucho más tiempo del que era necesario, y se la llevó a los ojos. Escondió sus ojos detrás de la mano que ella había quemado al tocarla. Entonces se puso a llorar tras el dorso de esa mano. Se sentó en el banco de remo. Lloró todo lo necesario. Eso era el miedo en el fondo de sí mismo. Las lágrimas incontrolables eran su miedo. La fragilidad ante lo que amaba: es lo que era su único miedo pero era inmenso. Desde la infancia, no había visto más que rostros fríos, a veces excedidos, a los que su presencia importunaba, a los que sus deseos molestaban, a los que su niñez cansaba, y se iba a sollozar lejos de las miradas severas.

Pascal Quignard
Las lágrimas
Ed. El cuenco de plata, 2017
Trad. Silvio Mattoni

Fot. Margrethe Mather . Circa 1925

Leyendo


Leyendo


Palabras de más


¿Por qué no decir directamente lo que uno quiere, sin una palabra de más?


Exit


EXIT

Buscan los ojos
en medio del vacío:

¿hay un camino al fondo
de esta llanura, en desnudez completa,
poblada de espejismos?

Cada oasis, el triunfo de una sombra;
y cada manantial,
un puñado de arena
tan leve como el humo.

Se adivina cercana, sin embargo,
con perfil verdadero, la única salida:
un punto que limita con la nada.


Ed. Visor, 2008

Fot. María Tudela. 2015

jueves, 22 de febrero de 2018

Y nada acaba


Y nada acaba
en el alfabeto de la angustia
tan cabezacaninamente pesado 
y a la vez lagartijamente delicado
como el presente.

de "Los pálidos señores con tazas de moca."
Trad. José Luis Reina Palazón

Fot. Imogen Cunningham
The Bath, 1952

Buscar una cosa


Buscar una cosa
es siempre encontrar otra.
Así, para hallar algo,
hay que buscar lo que no es.
Buscar al pájaro para encontrar a la rosa,
buscar al amor para hallar el exilio,
buscar la nada para descubrir un hombre,
ir hacia atrás para ir hacia delante.
La clave del camino,
más que en sus bifurcaciones,
su sospechoso comienzo
o su dudoso final,
está en el cáustico humor
de su doble sentido.
Siempre se llega,
pero a otra parte.
Todo pasa.
Pero a la inversa.


Untitled Berlin 1930s

Poquita cosa


Hace unos día invité a Yulia Vasilievna, la institutriz de mis hijos, a que pasara a mi despacho. Teníamos que ajustar cuentas.

-Siéntese, Yulia Vasilievna -le dije-. Arreglemos nuestras cuentas. A usted seguramente le hará falta dinero, pero es usted tan ceremoniosa que no lo pedirá por sí misma… Veamos… Nos habíamos puesto de acuerdo en treinta rublos por mes…

-En cuarenta…

-No. En treinta… Lo tengo apuntado. Siempre le he pagado a las institutrices treinta rublos… Veamos… Ha estado usted con nosotros dos meses…

-Dos meses y cinco días…

-Dos meses redondos. Lo tengo apuntado. Le corresponden por lo tanto sesenta rublos… Pero hay que descontarle nueve domingos… pues los domingos usted no le ha dado clase a Kolia, sólo ha paseado… más tres días de fiesta…

A Yulia Vasilievna se le encendió el rostro y se puso a tironear el volante de su vestido, pero… ¡ni palabra!

-Tres días de fiesta… Por consiguiente descontamos doce rublos… Durante cuatro días Kolia estuvo enfermo y no tuvo clases… usted se las dio sólo a Varia… Hubo tres días que usted anduvo con dolor de muela y mi esposa le permitió descansar después de la comida… Doce y siete suman diecinueve. Al descontarlos queda un saldo de… hum… de cuarenta y un rublos… ¿no es cierto?

El ojo izquierdo de Yulia Vasilievna enrojeció y lo vi empañado de humedad. Su mentón se estremeció. Rompió a toser nerviosamente, se sonó la nariz, pero… ¡ni palabra!

-En víspera de Año Nuevo usted rompió una taza de té con platito. Descontamos dos rublos… Claro que la taza vale más… es una reliquia de la familia… pero ¡que Dios la perdone! ¡Hemos perdido tanto ya! Además, debido a su falta de atención, Kolia se subió a un árbol y se desgarró la chaquetita… Le descontamos diez… También por su descuido, la camarera le robó a Varia los botines… Usted es quien debe vigilarlo todo. Usted recibe sueldo… Así que le descontamos cinco más… El diez de enero usted tomó prestados diez rublos.

-No los tomé -musitó Yulia Vasilievna.

-¡Pero si lo tengo apuntado!

-Bueno, sea así, está bien.

-A cuarenta y uno le restamos veintisiete, nos queda un saldo de catorce…

Sus dos ojos se le llenaron de lágrimas…

Sobre la naricita larga, bonita, aparecieron gotas de sudor. ¡Pobre muchacha!

-Sólo una vez tomé -dijo con voz trémula-… le pedí prestados a su esposa tres rublos… Nunca más lo hice…

-¿Qué me dice? ¡Y yo que no los tenía apuntados! A catorce le restamos tres y nos queda un saldo de once… ¡He aquí su dinero, muchacha! Tres… tres… uno y uno… ¡sírvase!

Y le tendí once rublos… Ella los cogió con dedos temblorosos y se los metió en el bolsillo.

-Merci -murmuró.

Yo pegué un salto y me eché a caminar por el cuarto. No podía contener mi indignación.

-¿Por qué me da las gracias? -le pregunté.

-Por el dinero.

-¡Pero si la he desplumado! ¡Demonios! ¡La he asaltado! ¡La he robado! ¿Por qué merci?

-En otros sitios ni siquiera me daban…

-¿No le daban? ¡Pues no es extraño! Yo he bromeado con usted… le he dado una cruel lección… ¡Le daré sus ochenta rublos enteritos! ¡Ahí están preparados en un sobre para usted! ¿Pero es que se puede ser tan tímida? ¿Por qué no protesta usted? ¿Por qué calla? ¿Es que se puede vivir en este mundo sin mostrar los dientes? ¿Es que se puede ser tan poquita cosa?

Ella sonrió débilmente y en su rostro leí: “¡Se puede!”

Le pedí disculpas por la cruel lección y le entregué, para su gran asombro, los ochenta rublos. Tímidamente balbuceó su merci y salió… La seguí con la mirada y pensé: ¡Qué fácil es en este mundo ser fuerte!

Antón Chéjov
Poquita cosa

Amo la soledad


Amo la soledad, los caballos sin freno, sin bridas, sin riendas, sin sillas, sin herraduras. Amo su cuerpo magnífico. Amo el agua que pasa y donde uno se sumerge y de donde uno sale desnudo y nuevo como el primer día en que uno empieza a descubrir que siempre se está naciendo.

Pascal Quignard
Las lágrimas
Ed. El cuenco de plata, 2017
Trad. Silvio Mattoni

Fot. Andrea Torres

miércoles, 21 de febrero de 2018

Por la noche


por la noche

por la noche te llamo en silencio
como llamo al espíritu de quien se fue hace poco

por la noche te toco, sin manos,
con todo el cuerpo enterrado bajo una almohada de sueños

por la noche te duermo,
sin voz,
y entre plumas te escribo signos transparentes
y te leo páginas en blanco

por la noche te invoco desde el vacío original
mientras todo descansa
excepto el deseo y el olvido,
la obsesión,
el celo

por la noche nada parece existir


Marta Rodríguez Iborra

Fot. Edward Steichen
Strange Interlude with Lynne Fontanne, 1928
Gelatin silver print

Preguntas


Ya que navegas por mi sangre
y conoces mis límites,
y me despiertas en la mitad del día
para acostarme en tu recuerdo
y eres furia de mi paciencia para mí,

dime qué diablos hago,
por qué te necesito,

quién eres, muda, sola, recorriéndome,
razón de mi pasión,
por qué quiero llenarte solamente de mí,
y abarcarte, acabarte, 
mezclarme en tus cabellos
y eres única patria
contra las bestias del olvido.

Preguntas

Tina Modotti, iris bianco 1921

El poema pulverizado


No dejes el cuidado de gobernar tu corazón a esas ternuras parientas del otoño del que ellas toman su plácido aspecto y su afable agonía. El ojo es precoz para plegarse. El sufrimiento conoce pocas palabras. Prefiere acostarse sin carga: soñarás con el mañana y tu lecho te será leve. Soñarás que tu casa ya no tiene vidrios. Estás impaciente por unirte al viento, al viento que recorre un año en una noche. Otros cantarán la incorporación melodiosa, las carnes que sólo personifican la hechicería del reloj de arena. Condenarás la gratitud que se repite. Más tarde, te identificarás con algún gigante disgregado, señor de lo imposible.

Sin embargo.

No has hecho más que aumentar el peso de tu noche. Has vuelto a la pesca en las murallas, a la canícula sin verano. Estás furioso contra tu amor en el centro de una comprensión que enloquece. Piensa en la casa perfecta que nunca verás elevarse. ¿Para cuándo la cosecha del abismo? Pero has vaciado los ojos del león. Crees ver pasar la belleza por encima de las lavandas negras.
¿Qué es lo que te ha izado, una vez más, un poco más arriba sin convencerte?
No hay sitio puro.

René Char
El poema pulverizado

Fot. Akio Jissoji

El poema pulverizado


No dejes el cuidado de gobernar tu corazón a esas ternuras parientas del otoño del que ellas toman su plácido aspecto y su afable agonía. El ojo es precoz para plegarse. El sufrimiento conoce pocas palabras. Prefiere acostarse sin carga: soñarás con el mañana y tu lecho te será leve. Soñarás que tu casa ya no tiene vidrios. Estás impaciente por unirte al viento, al viento que recorre un año en una noche. Otros cantarán la incorporación melodiosa, las carnes que sólo personifican la hechicería del reloj de arena. Condenarás la gratitud que se repite. Más tarde, te identificarás con algún gigante disgregado, señor de lo imposible.

Sin embargo.

No has hecho más que aumentar el peso de tu noche. Has vuelto a la pesca en las murallas, a la canícula sin verano. Estás furioso contra tu amor en el centro de una comprensión que enloquece. Piensa en la casa perfecta que nunca verás elevarse. ¿Para cuándo la cosecha del abismo? Pero has vaciado los ojos del león. Crees ver pasar la belleza por encima de las lavandas negras.
¿Qué es lo que te ha izado, una vez más, un poco más arriba sin convencerte?
No hay sitio puro.

René Char
El poema pulverizado

Fot. Akio Jissoji

Acaso el corazón


Acaso el corazón.

Se hundirá el olor acre de los tilos
en la noche de lluvia. Será vano
el tiempo de la dicha, su furor,
aquel mordisco de rayo que explosiona.
Apenas queda abierta la indolencia,
el recuerdo de un gesto, de una sílaba,
pero como de un vuelo lento de aves
entre vapores de niebla. Y aún aguardas
no sé qué cosa, mi extraviada; quizá
una hora que decida, que recuerde
el principio o el fin; similar suerte,
ahora. Aquí negro el humo de los incendios
seca aún la garganta. Si puedes,
olvida aquel sabor de azufre
y el temor. Las palabras nos fatigan,
rebrotan de una lapidada agua;
acaso nos quede el corazón, acaso el corazón…


martes, 20 de febrero de 2018

Dos partes


Para mí, el mundo está dividido en dos partes: ella, y con ella la felicidad, la esperanza; la otra parte, todo aquello donde ella no está: la tristeza, la oscuridad, el final.

León Tolstói
Guerra y paz
Ed. Alianza, 2015
Trad. Irene Andresco

Fot. Bernard Plossu

Quería crecer y ser libro


Se tenía la sensación de que si las personas iban y venían, nacían y morían, los libros eran inmortales. Cuando era pequeño, quería crecer y ser libro.

Amos Oz
Una historia de amor y oscuridad
Ed. Siruela, 2010
Trad. Raquel García Lozano

Conocer


Conocer el cuerpo de una mujer es una tarea tan lenta y tan encomiable como aprender una lengua muerta. Cada noche se añade una nueva comarca a nuestro placer y un nuevo signo a nuestro ya cuantioso vocabulario. Pero siempre quedarán misterios por desvelar. El cuerpo de una mujer, todo cuerpo humano, es por definición infinito. Uno empieza por tener acceso a la mano, ese apéndice utilitario, instrumental, del cuerpo, siempre descubierto, siempre dispuesto a entregarse a no importa quién, que trafica con toda suerte de objetos y ha adquirido, a fuerza de sociabilidad, un carácter casi impersonal y anodino, como el del funcionario o portero del palacio humano. Pero es lo que primero se conoce: cada dedo se va individualizando, adquiere un nombre de familia, y luego cada uña, cada vena, cada arruga, cada imperceptible lunar. Además no es sólo la mano la que conoce la mano: también los labios conocen la mano y entonces se añade un sabor, un olor, una consistencia, una temperatura, un grado de suavidad o de aspereza, una comestibilidad. Hay manos que se devoran como el ala de un pájaro; otras se atracan en la garganta como un eterno cadalso. ¿Y qué decir del brazo, del hombro, del seno, del muslo, de…? Apollinaire habla de las Siete Puertas del cuerpo de una mujer. Apreciación arbitraria. El cuerpo de una mujer no tiene puertas, como el mar.

Julio Ramón Ribeyro
Prosas apátridas
Ed. Seix Barral, 2007

Una pequeña tempestad


A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de arena que cambia de dirección sin cesar. Tú cambias de rumbo intentando evitarla. Y entonces la tormenta también cambia de dirección, siguiéndote a ti. Tú vuelves a cambiar de rumbo. Y la tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Y esto se repite una y otra vez. Como una danza macabra con La Muerte antes del amanecer. Y la razón es que la tormenta no es algo que venga de lejos y no guarde relación contigo. Esta tormenta, en definitiva, eres tú. Es algo que se encuentra en tu interior. Lo único que puedes hacer es resignarte, meterte en ella de cabeza, taparte con fuerza los ojos y las orejas para que no se te llenen de arena e ir atravesándola paso a paso.

Ed. Tusquets, 2008
Trad. Lourdes Porta

Nomad Circle, Mongolia, 1996

lunes, 19 de febrero de 2018

Leyendo


Leyendo. Bueno...

Leyendo


Young Girl Asleep in her Room, c. 1900

Sólo una silueta clara


No soy nada. Sólo una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café. Estaba esperando que dejara de llover, un chaparrón que empezó en el preciso momento en que Hutte se iba.

Ed. Anagrama, 2009
Trad. María Teresa Gallego


Sólo una silueta clara


No soy nada. Sólo una silueta clara, aquella noche, en la terraza de un café. Estaba esperando que dejara de llover, un chaparrón que empezó en el preciso momento en que Hutte se iba.

Ed. Anagrama, 2009
Trad. María Teresa Gallego


El amor después del amor


Un tiempo vendrá en el que, 
con gran alegría,
te saludarás a ti mismo,
al tú que llega a tu puerta,
al que ves en tu espejo
y cada uno sonreirá
y dará la bienvenida del otro,
y dirá, siéntate aquí. Come.

Amarás al extraño que fuiste tú mismo.
Ofrécele vino y pan. 
Devuelve tu amor a ti mismo, 
al extraño que te amó toda tu vida, 
a quien no has conocido
para conocer a otro corazón
que te conoce de memoria.

Recoge las cartas del escritorio,
las fotografías, las desesperadas líneas,
despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.

El amor después del amor

Fot. Helmut Newton
The Woman on level 411, Monte Carlo, 2000

Las fantasías masculinas


Las fantasías masculinas, las fantasías masculinas... ¿es que todo gira en torno a las fantasías masculinas? En lo alto de un pedestal o hincada de rodillas, todo es una fantasía masculina: que eres bastante fuerte para aguantar lo que ellos te echen o demasiado débil para hacer nada al respecto. 
Incluso fingir que no atiendes a las fantasías masculinas es una fantasía masculina: pretender que eres invisible, pretender que tienes vida propia, que puedes lavarte los pies y peinar tu cabello inconsciente del observador omnipresente que mira a través del ojo de la cerradura, mirando a través del ojo de la cerradura en su propia cabeza. 
Eres una mujer con un hombre adentro mirando a una mujer. Eres tu propio voyeur. 
Las Zenias de este mundo han estudiado la situación y han encontrado la manera de sacarle provecho; no se han dejado moldear según las fantasías masculinas, lo han hecho ellas mismas.

Margaret Atwood
La novia ladrona
Ediciones B, 1996

Fot. Steven Meisel
Sherilyn Fenn para Dolce&Gabbana

domingo, 18 de febrero de 2018

Días


Y los días no están suficientemente llenos
y las noches no están suficientemente llenas
y la vida se desliza como un ratón de campo
sin agitar la hierba.

Días

Fot. Mario Giacomelli

El grito de los fantasmas


Y cada día encontramos a alguien
que involuntariamente nos pregunta
sin abrir siquiera la boca:
¿Cuándo? ¿cómo? ¿y qué viene después?

El grito de los fantasmas


Rellenar los vacíos


Salió del estudio y comenzó a peinar la casa para buscar lo que quería encontrar, es decir, al Tío. Lo encontró dormido, como es obvio, en el sofá del pasillo, uno de esos sofás en los que nadie piensa en sentarse: se aplican al espacio para corregirlo, se simula una necesidad para rellenar los vacíos. Es la misma lógica a la que se deben las mentiras en los matrimonios.

Alessandro Baricco
La esposa joven
Ed. Anagrama
Trad. Xavier González Rovira

Fot. Isabel Reitemeyer
No, thank you, No 2, 2014

El grito de los fantasmas


Y cada día encontramos a alguien
que involuntariamente nos pregunta
sin abrir siquiera la boca:
¿Cuándo? ¿cómo? ¿y qué viene después?

El grito de los fantasmas


sábado, 17 de febrero de 2018

Leyendo


Momento


MOMENTO

Los pájaros en la ventana, las persianas
entornadas: un aire de infancia y de verano
que me consuela. ¿Tendré de verdad los años
que sé que tengo? ¿O solamente diez? ¿De qué
me ha servido la experiencia? Para vivir
satisfecho con pequeñas cosas que me causaban
inquietud un tiempo.


Little Athlete, 1966

Cartas de amor


453 Cartas de Amor

En el último cajón de mi cómoda, al fondo, encerradas con llave, hay cuatrocientas cincuenta y tres cartas de mujer. Son cartas de amor, dirigidas a mí, todas de la misma mujer, de una mujer a la que ya no amo desde hace mucho tiempo, a la que no he visto más, que no sé donde está. Son cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor; son todo lo que queda de un gran amor. Ese cajón lleno de cartas me turba. Yo no soy un sentimental. Soy muy frío: más observador que apasionado. De esas cartas, cenizas de un fuego, he hecho un estudio. Todo puede ser objeto científico.

Quiero librarme de ellas de esta manera. Si las destruyera permanecerían allí como un vano lamento de mi corazón vacío. Ante todo he empezado numerándolas una a una. Son cuatrocientos cincuenta y tres, ni una más, ni una menos, de eso estoy seguro. Las he puesto por orden cronológico: van de 1903 a 1906. Las he atado en paquetes, mes por mes: enero 1903, cuatro; febrero 1903, diez; marzo 1903, treinta y dos, y así sucesivamente. Crecen, crecen; a medida que pasan los meses, los paquetes son cada vez mayores. El máximo es el del mes de junio de 1904: cincuenta y siete cartas. Pero con 1905 los paquetes adelgazan y llegamos al mes de octubre de 1906: una sola, la última, ¡si Dios quiere! Las he pesado también (porque las cartas más espirituales y líricas tienen, según los empleados de correos, su peso), las he pesado cuidadosamente unas cuantas a la vez; son en total 6740 gramos; más de seis kilos y medio, casi siete kilos. Es un peso discreto para un amor, y si tuviera que llevarlo en un saco todo junto, no haría mucho bulto. He contado, también, una a una, las páginas.

El número de las páginas es espantoso: las mujeres escriben con una facilidad de la que no tenemos idea. Para ellas, las palabras, tanto habladas como escritas, no son monedas sagradas, sino céntimos que se pueden gastar a todas horas con la más byroniana prodigalidad. Es verdad que esta mujer tenía una escritura muy grande y dejaba mucho espacio entre líneas, pero, a pesar de todo, no puedo convencerme que en sólo cuatrocientos cincuenta y tres cartas haya podido escribir tres mil doscientas noventa páginas. Ninguna carta tiene menos de cuatro páginas y hay bastantes de ocho, de diez , de doce, e incluso de dieciséis. Las cuentas salen, pero el asombro sigue siendo grande igualmente. Pienso que si hubiera tenido que escribir todas esas páginas seguidas -esas tres mil doscientas noventa páginas-, aunque hubiera podido escribir diez por hora, habría invertido trescientas veintidós horas, es decir, trece días y trece noches seguidas, sin descansar nunca. Creo que su amor, aunque es grandísimo, no hubiese resistido semejante prueba. No he tenido la paciencia, ni el tiempo, de contar las palabras y sílabas, pero mis investigaciones no se han detenido aquí. He observado, por ejemplo, con cierto interés, que los tipos de papel y de los sobres son cuatro. Algunas cartas están en papel hecho a mano, gordo y pesado, de color amarillo marfil viejo; otras, en papel pergamino, con sobres largos y bajos; otras, en feísimo papel comercial blanco, pobre y filamentoso. Pero la mayoría está en un papel ligero, a la inglesa, encerradas en aquellos sobres azul oscuro impresos por dentro con trazos grises y negros para que no se puedan leer las palabras desde afuera. Tampoco he olvidado el lado cómico de mi epistolario. Todo ese papel ha sido fabricado, vendido al por mayor y luego revendido al detalle. Según mis cálculos, que creo bastante exactos, porque también yo he probado varios tipos de papel de cartas, considero que el costo total del papel asciende a unas diecinueve liras y algunos céntimos. No es una suma despreciable para quién no sea muy rico. Con diecinueve liras se pueden hacer muchas cosas, sin comprar papel de cartas. Entran, por lo menos, cinco novelas francesas de tres cincuenta cada una. Pero el gasto de papel es lo de menos. Cada una de estas cartas tiene un sello.

De estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas, hay ciento doce que vienen de ciudades lejanas y trescientas cuarenta y una que vienen de la misma ciudad donde vivo yo. Se trata, pues, de ciento doce sellos de quince céntimos, que equivalen a dieciséis liras con ochenta céntimos, y de trescientos cuarenta y un sellos de un céntimo, que importan diecisiete liras con cinco céntimos. Sumándolo todo, papel y sellos, se ve que el gasto obtenido por aquella pobre mujer enamorada es de unas cincuenta y dos liras. Pero ¿dónde dejamos la tinta? Para escribir tres mil doscientas noventa páginas se necesitan, por lo menos, cuatro botellas de tinta. Pongamos que cada botella valga solamente sesenta céntimos, y el gasto total asciende a casi cincuenta y cinco liras. Yo creo, en efecto, que el gasto vivo, en dinero, de este amor ha sido, para mi corresponsal, un poco superior a las cincuenta y cinco liras, y juraría que no puede haber llegado a sesenta. Su valor actual es indudablemente bastante menos, casi nulo. El papel escrito no es muy buscado y hay quien lo paga apenas a dos céntimos el kilo. De todo el episodio yo no sacaría más de sesenta y cinco céntimos como máximo. Está claro que no vale la pena desprenderse de un recuerdo tan poético por tan poco. Sin embargo, hay algo más -tanto para un historiador como para un poeta- en estas cartas de lo que había cuando eran simples cajas de papeles en la tienda del papelero. Hay todas las palabras escritas, hay toda la pasión de tres años, hay una cantidad enorme de imágenes, de adjetivos y de besos: hay, en suma, para abreviar, un poco de la vida profunda de un hombre y de una mujer. ¡Y todo eso ya no vale nada! Siento que soy inmensamente idiota con todos estos cálculos y esas reflexiones.

Yo estoy hecho así. No soy un sentimental. Soy un observador de las cosas. Cuando veo un muerto, pienso en cuánto habrán gastado los parientes en todas aquellas medicinas que no lo han podido salvar, y cuando una madre llora, busco adivinar cuantos decilitros de lágrimas verterá en una jornada, comprendida la noche. ¿Qué quieren? Yo estoy hecho así: no soy un sentimental. Y estas cuatrocientas cincuenta y tres cartas de amor, encerradas con llave en el último cajón de mi cómoda, me fastidian un poco. No quisiera tenerlas y no quisiera quemarlas. Y he hecho todo lo que he podido para sacármelas del alma. Lo he contado y calculado todo y, sin embargo, hay algo en el fondo de mi corazón que muge y gime y no está satisfecho. Pero no hago caso. Yo no soy un sentimental.

Giovanni Papini
453 Cartas de Amor

Fot. Duane Michals

Siguieron algunos de los días más extraños



Siguieron algunos de los días más extraños que guardo en mi memoria. Hartley se negaba a bajar. Permanecía escondida en su habitación, como un animal enfermo. Yo cerraba su puerta con llave, temeroso de que saliera y tratara de ahogarse, y no le dejaba velas ni cerillas por si intentaba quemarse. En todo momento, temía por su seguridad y su bienestar, y sin embargo no me atrevía a permanecer con ella todo el tiempo, ni casi a permanecer siquiera; es más, apenas si sabía cómo estar con ella. La dejaba sola por la noche, y las noches eran largas, porque ella se acostaba temprano y se dormía enseguida (yo la oía roncar). Pasaba mucho tiempo durmiendo, tanto por la noche como durante la tarde. Para ella, ese olvido por lo menos era un amigo bien dispuesto. Entretanto, yo vigilaba y esperaba, calculando de acuerdo con alguna teoría imposible de enunciar cuáles eran los intervalos adecuados para hacer mis apariciones. La acompañaba en silencio hasta el cuarto de baño. Pasaba largas horas de vigilia sentado en el corredor. Puse algunos almohadones en el cuartito vacío, allí donde había soñado que había una puerta secreta por donde aparecería Mrs. Chorney para reclamar posesión de su casa y me senté sobre los cojines a vigilar la puerta de la habitación de Hartley y a escuchar. A veces, mientras ella roncaba yo dormitaba.
Naturalmente con frecuencia me sentaba con Hartley en la habitación, a hablar con ella o a intentarlo, o bien en silencio. Me arrodillaba a su lado, tocándole las manos y el pelo, acariciándola como se acaricia a un pajarillo. Tenía las piernas y los pies desnudos, pero insistía en ponerse mi bata sobre el vestido. Sin embargo, con pequeños contactos me familiaricé subrepticiamente con su cuerpo: con su peso y con su masa, con los magníficos pechos rotundos, los hombros regordetes, los muslos; y gustosamente, me habría acostado con ella, pero se resistía, con la más tenue de las señales, a mis mínimos esfuerzos por desvestirla. Se quejaba de no tener maquillaje, y envié a Gilbert a la aldea a comprar lo que necesitaba; entonces, delante de mí, se arregló la cara. Esa pequeña concesión a la vanidad me pareció un auspicio portentoso. Pero seguí con miedo, de ella y por ella. Mi silenciosa negativa implacable a dejarla ir ya era suficiente violencia. Temí que cualquier otra presión pudiera producir algún frenesí de hostilidad o un retraimiento más extremo aún, que me volviera tan loco como ella estaba; pues por momentos pensé que estaba loca. Así coexistíamos en una especie de delirante tolerancia mutua, misteriosa y precaria. A intervalos, Hartley repetía que quería irse a casa, pero aceptaba pasivamente mis firmes negativas, y eso me daba ánimos. Naturalmente, a cada hora que pasaba, su miedo de volver debía de ir en aumento, y ese mismo hecho me daba esperanzas. ¿Llegaría un momento en que la magnitud de su miedo la hiciera automáticamente mía?
En realidad, aunque de trivialidades y a intervalos irregulares, lográbamos conversar. Cuando yo intentaba recordarle viejos tiempos, no siempre me dejaba sin respuesta; y por momentos, yo sentía que con mi «tratamiento», basado en la intensidad de mi amor y mi compasión por ella, iba progresando un poco. Una vez, de forma totalmente inesperada, me preguntó qué había pasado con la tía Estelle. No pude recordar haberle hablado de la tía Estelle, hasta tal punto había hecho de la familia de mi tío un tema tabú.

Iris Murdoch
El mar, el mar
Ed. Debolsillo, 2017
Trad. Marta Isabel Gustavino

Fot. Elsbeth Jay Juda