Cada instante de nuestros encuentros
lo celebrábamos como una revelación,
solos en el universo mundo.
Tú eras más audaz y ligera que el ala de un pájaro,
bajabas la escalera como un torbellino
saltando los peldaños, y corriendo me llevabas
a través de húmedas lilas hasta tus predios,
al otro lado del espejo.
Cuando llegó la noche
me fue otorgada la gracia,
las puertas del altar se abrieron,
y en la oscuridad resplandecía y se inclinaba
lentamente tu desnudez.
Y, al despertar, “¡bendita seas!”–
dije, aun sabiendo que era irreverente mi bendición.
Tú dormías, y para acariciar tus párpados
con el azul del firmamento
las lilas se extendían hacia ti desde la mesa,
y, acariciados por el azul,
tus párpados estaban serenos, y cálida tu mano.
En el cristal pulsaban los ríos,
humeaban las montañas, brillaba el mar,
tú sostenías en tu palma la esfera de cristal,
dormida en el trono,
y –¡oh Dios santo!– tú eras mía.
Te despertaste y transformaste
el cotidiano vocabulario humano,
tu voz se colmó de vigor sonoro,
y la palabra "tú" desveló
su nuevo sentido y significado: "yo".
El mundo entero se transfiguró,
incluso las cosas más simples
–el jarro, la jofaina–,
cuando se interpuso entre nosotros,
como un centinela,
el agua laminada y dura.
Fuimos transportados quién sabe dónde.
A nuestro paso se abrieron, como espejismos,
ciudades surgidas por encanto,
la menta se extendía a nuestros pies,
los pájaros nos acompañaban por el camino,
los peces remontaban el río
y el firmamento se desplegó ante nuestros ojos...
Mientras el destino seguía nuestros pasos,
como un loco con una navaja en la mano.
Primeros encuentros
Fot. Eric Bénier-Bürckel