Yo observaba la grave y apasionada intensidad con que Clea, de espaldas a mí, contemplaba estática y despierta el nacimiento del sol, cuyos resplandores acariciaban ya los minaretes y las palmeras. Percibí el olor cálido de su pelo en la almohada. Como aquel brebaje que la Cábala llamaba en un tiempo “La Fuente de Todo lo Existente”, me sentía poseído por el júbilo de una libertad totalmente desconocida.
-Clea- llamé en un susurro.
Pero ella no me escuchaba; entonces me dormí otra vez. Sabía que Clea habría de compartir conmigo todas las cosas, que no retendría para sí nada, ni siquiera la mirada cómplice que las mujeres reservan tan sólo a sus espejos.
Fot. Antigone Kourakou