Un buey contempla a los hombres
Tan delicados (más que un arbusto)
y corren y corren de un lado para otro,
siempre olvidándose de algo.
Ciertamente, les falta no sé qué atributo esencial,
aunque a veces se muestran nobles y graves.
Ah, terriblemente graves,
hasta siniestros.
Infelices, se diría que no escuchan
ni el canto del aire ni los secretos del heno,
así como tampoco parecen percibir lo que es visible
y común para nosotros, en el espacio.
Y se quedan tristes,
y en la huella de la tristeza llegan a la crueldad.
Toda su expresión vive en los ojos:
y se pierde en un simple pestañeo, en una sombra.
Nada en su pelambre,
en las extremidades de fragilidad inconcebible,
que poca montaña hay en ellas,
y cuánta sequedad y recovecos,
qué imposibilidad de organizarse en formas calmas,
permanentes y necesarias.
Tienen, tal vez, cierta gracia melancólica (un minuto)
y con eso se hacen perdonar la agitación incómoda
y el traslúcido vacío interior
que los vuelve tan pobres y necesitados
de emitir sonidos absurdos y agónicos:
deseo, amor, celos
(¿qué sabemos nosotros?),
sonidos que se quiebran y caen en el campo
como piedras afligidas
y queman el pasto y el agua,
y es difícil, después de esto,
rumiar nuestra verdad.
Versión JM Montefogo
Fot. jiji-de-jiji