viernes, 24 de noviembre de 2017

El templo del acantilado


EL TEMPLO DEL ACANTILADO

I

Amplio portal brillante,
borde de roca,
rocas fijadas en salientes largos,
fijadas al oscuro, plateado granito,
a una roca más clara
-un corte limpio, blanco contra blanco.

Ninguna cabra, arriba
-arriba-, trepa, ni oveja alguna
pisa tu suave hierba;
te alzas, borde del mundo,
pilar celeste.

El mundo se elevó:
estamos junto al cielo;
sobre nosotros chillan los halcones,
planean las gaviotas
-el terrible oleaje queda mudo
desde este lugar.

Abajo, al filo de la roca,
donde la tierra es presa de fisuras
del roto acantilado,
un arbusto resiste al vendaval,
se dobla -pero huelen
sus blancas flores a esta altura.

Y bien abajo,
ruge el viento:
silba, retumba,
gruñe -aplasta la hierba
con su gran pie.

II

Dije:
¿debo seguirte siempre, siempre,
a través de las piedras?
Casi te alcanzo. Escapas:
corres más que mi mano.

Me asombraste.
Grité: querido, bello, misterioso
-pulpa blanca de mirto.

Me astillé y desgarré:
el sendero ascendía
más veloz que mis pies.

Si un demonio pudiera vengar este dolor,
le lloraría -si un fantasma pudiera,
gritaría, oh maldad,
sigue a este dios,
ríete de su mal y de su vicio.


III

¿Me tiro desde aquí,
salto, y así estaré contigo?
¿Me dejaré caer, amado, amado,
unidos los tobillos?
¿Te daría yo pena, oh pecho blanco?

Si despertara, ¿te daría pena,
se encontrarían nuestros ojos?

¿Te has dado cuenta,
sabes cómo subí por esta roca?
Falta de aliento, me incliné hacia fuera,
tambaleante entre los arrayanes.

Dios del acantilado, ¿te das cuenta
de lo lejos que están los bordes de tu casa,
cuánto tuve que andar?

IV

Sobre mí gira el viento.
Estuve ante tu puerta
y yo sé
que tú estás más allá,
más lejos todavía, en otro acantilado.