Recordé que, siendo yo niño, iba limosneando por las casas una mujer cuyo marido, maestro albañil con seis lustros de experiencia, llevaba tumbado desde hacía nueve años. Nada excepcional había ocurrido en su vida. No había habido ningún desengaño, tendencia a la depresión o conflicto laboral o doméstico. No, a aquel hombre le había sucedido lo que a otros: que una mañana, sin anuncio previo, sin razón aparente, sin el menor síntoma de enfermedad o malestar, y en perfecto uso de sus facultades mentales, había decidido quedarse en la cama indefinidamente. Inútil era animarlo o persuadirlo a la acción, ni nadie lo intentaba, porque todos sabían que aquélla era una tragedia que carecía de nombre, de causa y de remedio, que le puede ocurrir a cualquiera, y que era tan inevitable como el rayo o la lluvia. Y tampoco a nadie se le pasaba por la cabeza acusar al postrado de molicie o locura, ya que en última instancia se trataba de designios de Dios o del destino y como tales había que recibirlos. Sólo restaba, pues, condolerse, resignarse e intentar salir adelante como mejor se pudiera. Les llamaban así: los tumbados, y que yo sepa no hay muchas noticias sobre ellos.
(...)
Se daban estos casos en familias humildes y siempre, infaliblemente, el tumbado era un hombre, por lo general laborioso Y de espíritu manso y ejemplar. Se iniciaba entonces un proceso de desenlace imprevisible. Acudían los vecinos a acompañar en la desventura, a dar una especie de pésame y a reunirse en torno al tumbado en un acto muy, parecido a un velorio sin muerto, o con el muerto vivo. Si alguien, desinformado, se interesaba por lo ocurrido, recibía por respuesta: "Nada, que Fulano se ha tumbado", y el otro movía desalentado la cabeza y decía: "Vaya por Dios".
Luego, la historia del tumbado se diluía en el tiempo. A veces le duraba la decisión toda la vida; y a veces, a los dos, cuatro o doce años, un día se levantaba y retomaba su actividad de siempre. "Fulano se ha levantado", se corría la voz entonces, y en todas partes se le recibía con naturalidad e incluso con admiración.
Una vez vi a un tumbado. Llevaba sólo tres años en la cama, y no debía de haber cumplido los cuarenta. "¿Cómo va eso?", le preguntó mi madre. "Aquí andamos con lo nuestro", dijo él. Sufría de un apetito montaraz. Continuamente pedía de comer, y nada le satisfacía. "Parece que no tiene fondo", nos confesó, sobrecogida, su mujer. Dedicaba el tiempo, además de a la pitanza, a mirar al techo, a recabar información sobre si era buen año de perdices y liebres, a escuchar la radio y a suspirar de tarde en tarde. Según atardecía, se fue animando desde la penumbra y se puso a recordar episodios lejanos de su vida, casi todos irrelevantes y festivos. Me impresionó su dignidad y, sobre todo, que aquella postración no parecía un descanso, sino una última y misteriosa forma de trabajo: allí estaba, laboriosamente echado, concentrado en su tarea ciclópea y ofreciendo el formidable espectáculo de una quietud que evocaba la de Job ante un destino fatal e incomprensible.
Luis Landero
Los Tumbados
El País, 18-nov-1990
Dib. Antonio López
Hombre tumbado