Valentina D'Accardi, 2009
Las nubes son hoy malvas.
Nunca entendiste que cuando miraba las nubes pensaba en ti. O sí, pero eras tan práctica que preferías que en mi último aliento, incluso, te estuviera mirando a la cara.
¿De qué coño sirve mirar nubes? Bueno, a mí me ha salvado la vida un par de veces, pero en general, para nada, excepto para terminar de fumarse el cigarrillo mientras te esperaba salir de la tienda de zapatos subida a unos tacones desde los que podías mirarme desde arriba.
Y sí: me gusta estar solo. Pero también contigo. O contigo sólo. No lo sé. Es un lío.
A ti te gustaba ir a misa los domingos y nunca dije nada.
Tu dios me gustaba.
Creo que ese era el brillo de tus ojos.
Las farolas aún siguen encendidas. Hay gente en la calle. Es jueves.
Yo no estaba primero en tu listas de cosas favoritas. Lo supuse. Tampoco me importaba. Pero esperar a que acabaras de rezar para follar, la verdad, era una putada.
Cómo pasa el tiempo, siete años ya, y aún duermes conmigo en la cama.
¿Con quién dormirás tú mientras tanto? ¿Quién olerá en tu cuello a mermelada? Y acunará tus tetas frías en sus manos. Y será contigo una perfecta maquinaria. Un engranaje. Una sola pieza. Por supuesto cóncava.
Hay un hombre subido a la azotea, montando una antena parabólica.
Ya no hay farolas, y el cielo es amarillo.
Podría perdonarme cualquier cosa a estas alturas de mi vida. Estoy cansado. Viejo. Calvo. Pero no ver como doblabas una esquina, sin hacer nada.
Parecías un pollito.
La vida no ha sido lo mismo desde entonces.
No veo sin las gafas...¿qué pone aquí?, ah, sí, que soy idiota.
Historiadero
Historiadero