viernes, 16 de octubre de 2015

Olor

Poza de agua hirviendo en el Rincón de la Vieja, Costa Rica

Sin duda, la atracción que sentía hacia aquel olor debería haber sido atribuida a mi infancia junto al Báltico, el hogar de aquella sirena errante del poema de Montale. Sin embargo, tenía mis dudas sobre esta atribución. En primer lugar porque aquella infancia no había sido tan feliz (raras veces la infancia es más que una escuela de insatisfacción personal y de inseguridad), y, por lo que respecta al Báltico, tenías que ser una anguila para escapar de la ración asignada. Como tema de nostalgia, mi infancia desde luego difícilmente servía. Siempre he creído que la fuente de esta atracción se encontraba en otro lugar, más allá de los confines de la biografía, más allá de la configuración genética, en algún lugar del hipotálamo en el que se almacenan los recuerdos de nuestros ancestros sobre su reino natal, por ejemplo, el mismo “ictio” que desencadenó esta civilización. Que aquel “ictio” fuera o no feliz es otra cuestión.

Después de todo, un olor es una violación del equilibrio en el nivel de oxígeno, una invasión de este elemento por otros, ¿metano?, ¿carbono?, ¿sulfuro?, ¿nitrógeno?. Dependiendo de la intensidad de la invasión se obtiene un aroma, un olor o un hedor. Es un asunto de moléculas, y la felicidad, supongo, es el momento en el que descubrimos los elementos de nuestra propia composición en libertad. Había muchos de ellos ahí fuera, en un estado de libertad total, y sentí que, al salir al aire frío, me había introducido en mi propio autorretrato.

Joseph Brodsky, Marca de agua


Armand Amar