jueves, 24 de abril de 2008

Si me necesitas, llámame



–Adiós –dijo ella. Y me abrazó. Yo le devolví el abrazo–. Me alegro por anoche. Los caballos. La charla. Todo. Ayuda. No lo olvidaremos –y empezó a llorar.
–Escríbeme, ¿quieres? –dije yo–. Nunca pensé que fuera a pasarnos. En todos estos años. Nunca lo pensé. Ni un sola vez. No a nosotros.
–Te escribiré. Mucho. Las cartas más largas que hayas visto desde las que me enviabas en el secundario.
–Las estaré esperando.
Ella me miró largamente y me acarició la cara. Entonces me dio la espalda y se alejó por la pista rumbo al avión.
Ve, mi más querida, y que Dios esté contigo.
Ella abordó el avión y yo me mantuve en mi lugar hasta que se encendieron los motores y la nave empezó a carretear por la pista y despegó sobre la bahía y se convirtió en una mancha en el horizonte.
Volví a la casa, estacioné el coche y miré las huellas que habían dejado los caballos la noche anterior, los trozos de pasto arrancado y las marcas de herraduras y los montones de bosta aquí y allá. Entonces entré en la casa y, sin sacarme el abrigo siquiera, levanté el teléfono y marqué el número de Susan.

Raymond Carver