martes, 4 de diciembre de 2018

Un pequeño salario


Cuando la lluvia arrecia contra los vidrios y el viento silba bajo las puertas y sacude las chapas sueltas del garaje, Löfli se pone las pantuflas rojas y verdes de lana, se sienta beatamente en un sillón delante del fuego de alegres troncos apilados en forma de pirámide, toma un libro cualquiera sobre las raras costumbres de los indios de las islas Trobriand y a la luz aterciopelada de una lámpara troncocónica, fija con los ojos apenas entreabiertos las llamas atareadas en devorar la madera de la que se nutren; en el tranquilo cuarto no se oye otro ruido que el ronquido del perro Persimol, un pastor alemán que ronca aunque esté despierto, como una ballena de grandeza mediana. Para engañar la espera, Löfli imagina con los ojos de la mente una procesión de ratones con yelmitos medievales, obligados a atravesar por motivos que no están claros el hogar de la chimenea, de derecha a izquierda; uno después de otro los ratones saltan sobre el fuego y Löfli los cuenta. De pronto, en la noche intransitable, el vagabundo llega; se acerca a la ventana y golpea ligeramente el vidrio con el dedo; después se queda mirando hacia adentro. 
Löfli levanta la mirada y observa el rostro barbudo y pálido que lo mira, su marco de cabellos grises mojados por la lluvia bajo un periódico de izquierda. Todo el sufrimiento del mundo gotea de ese rostro mofletudo, cuidadosamente poceado; largas noches sin techo, con olor a pantalones mojados, a cigarrillos lentamente masticados; el hambre, la falta de documentos, la contemplación furtiva de televisores ajenos, ecos lejanos de botellas sucias después de nacimientos sin control, las plagas, las heridas, las descargas eléctricas infligidas en los institutos de asistencia pública, las mordidas de los párrocos, la prepotencia de los sindicatos, la lenta extinción de la cabra alpina, el aumento inexorable de los precios al consumidor, la violencia de las aduanas, el humorismo de la justicia, el entero horror de la existencia exuda de esos ojos implorantes. ¿Es llanto o lluvia esas gotas que corren por las mejillas del mendigo errante? Löfli suspira conmovido, piensa en la inmensa miseria del mundo y vuelve a la lectura que todavía no ha comenzado. El vagabundo se da vuelta y en la noche inclemente se aleja, hacia un destino seguramente atroz, dejando en el vidrio la impronta mojada de sus manos.
Por estas apariciones recibe a fin de mes un pequeño salario.