sábado, 1 de julio de 2017

Vida secreta


Los ríos se adentran eternamente en el mar. Mi vida en el silencio. Todas las épocas se desvanecen en su pasado como el humo en el cielo. 
En junio de 1993, M. y yo vivíamos en Atrani. Este diminuto puerto se encuentra en la costa de Amalfi, debajo de Ravello. Apenas se puede llamar puerto. Apenas es una ensenada. 
Había que subir ciento cincuenta y siete escalones por el flanco del acantilado. Se entraba en un antiguo oratorio construido por la Orden de Malta, con dos terrazas en angulo que daban al mar. Solo se veía el mar. Allá donde uno dirigiese la mirada, lo único que distinguía era el mar blanco, cambiante, vivo, frío de la primavera. 
Directamente enfrente, al otro lado del golfo, al alba, a veces, muy raras veces, se veía el promontorio de Paestum y las columnas de sus templos intentaban auparse sobre la linea ficticia del horizonte, entre la bruma y la inconsistencia. 
En 1993, M. era silenciosa. 
M. era mas romana que los romanos (había nacido en Cartago). Era muy hermosa. Hablaba un italiano magnifico. Pero M. iba a cumplir treinta y tres anos y recuerdo que se había vuelto silenciosa. 

En todas las pasiones hay un momento de saciedad espantoso. 
Cuando uno llega a ese momento, sabe de repente que, impotente para acrecentar la fiebre de lo que esta viviendo, o incluso incapaz de perpetuarla, esa fiebre va a morir. Uno llora de antemano, bruscamente, para sus adentros, en una esquina de la calle, deprisa y corriendo, atemorizado por la posibilidad de atraer la desgracia sobre si, pero también por profliaxia, con la esperanza de despistar o retrasar el destino. 
Argumento es una antigua palabra que designa la blancura del alba. Es todo lo que se aclara y se discierne en esa palidez que sobreviene en unos pocos instantes. Perentorio es el argumento: nunca se puede desviar el río justo en el momento de la crecida. 
Como tampoco puede detenerse el día en el alba. 
Uno espera. 
Espera sin poder hacer nada, de repente, en una contemplación que se ha vuelto desgraciada. O bien el amor surge de la pasión, o no surgirá nunca.
Cierto que no es fácil desembrujar ese momento petrificado. Cada cual debe cruzar ese extraño pasaje en el que todo lo que era descubrimiento en el fondo del alma descubre que ya no seguirá descubriendo. 
En el que todo empieza a reconocer. 

Todo lo que ha sido contrastado en la primera dependencia tiende a refluir hacia la huella que lo atrae sin cesar. Nunca nos alejamos del todo de nuestras madres. Nos quedamos en las faldas del tiempo, de la lengua de los primeros días, de los alimentos descubiertos entonces, de las formas de los cuerpos y de las expresiones de los rostros experimentados en esos primeros momentos del mundo en nosotros. Somos como las tortugas; pero no con relación a las islas del Pacifico, sino de las voces de soprano. También somos como los salmones. Nuestras vidas están fascinadas por el acto en el que nacieron. Por su origen. Por la aurora. Por la primera aurora que nos descubrió la luz y nos deslumbró. Cierto que nos presentamos húmedos y antiguos ante ella.

Solo amamos una vez. Y no somos conscientes de la única vez que amamos, porque la estamos descubriendo.

Descubrir y reconocer no determinan regímenes semejantes. Descubrir y reconocer son como nacer y envejecer. A partir de ese instante de máxima altura que imagino como el desbordamiento de un río (como levantarse de la cama), todo lo que esta a punto de ocurrir ya no desvela nada, pero lo recuerda todo. 
Reconocer es un régimen tan terrible pero aun mas fascinado que lo que puede llegar a serlo el fulgor del flechazo, y todavía mas despótico. 
Pasar de la pasión al amor es una ordalía. 
Es una peligrosa travesía, porque la elección a la que nos expone es radical: ora azarosa, ora mortal. Enfrente –enfrente de la terraza, al otro lado de la bahía de Amalfi–, el que saltó del promontorio de Paestum, manos juntas extendidas hacia delante, hace dos mil ochocientos años, se zambulló en la muerte. Era un poco de agua verde. Yo, al menor sobresalto, me zambullo en otro mundo. Vivía inmerso en otro mundo. Escribía al alba, con el recuerdo de los sueños y de los periplos en coche de la víspera, aprovechando las viejas imágenes que nos rodeaban para enredar en torno a ellas mis deseos y para interrogar el vínculo que me ataba cada vez más a ese algo pasmoso que sucede a todos los hombres y a todas las mujeres con el nombre latino, bastante estúpido y totalmente pueril, de amor. 
Amor viene de una antigua palabra que busca el seno. 
Una palabra de la antigua Roma que, curiosamente, llama de lejos al atributo que caracteriza a la clase de los mamíferos vivíparos, aparecidos en el transcurso de la era terciaria, cuando se formaron las condiciones mas singulares de nuestro destino. Amor es una palabra que se deriva de amma, mamma, mamilla. Mamario y mama son formas casi indiscernibles. El amor es una palabra similar a una boca que, más que hablar, mama espontáneamente, entreabriendo los labios hambrientos.

Ed. Espasa, 2004