Pero también resultó claro que un aumento de bienestar tan extraordinario amenazaba con la destrucción ―era ya, en sí mismo, la destrucción― de una sociedad jerárquica. En un mundo en que todos trabajaran pocas horas, tuvieran bastante para comer, vivieran en casa cómodas e higiénicas, con cuarto de baño, calefacción y refrigeración, y poseyera cada uno un auto o quizás un aeroplano, había desaparecido la forma más obvia e hiriente de desigualdad. Si la riqueza llegaba a generalizarse, no serviría para distinguir a nadie. Sin duda, era posible imaginarse una sociedad en que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos personales, fuera equitativamente distribuida mientras el poder siguiera en manos de una minoría, de una pequeña casta privilegiada. Pero, en la práctica, semejante sociedad no podría conservarse estable, porque si todos disfrutasen por igual del lujo y del ocio, la gran masa de seres humanos, a quienes la pobreza suele imbecilizar, aprenderían muchas cosas y empezarían a pensar por sí mismos; y si empezaran a reflexionar, se darían cuenta más pronto o más tarde que la minoría privilegiada no tenía derecho alguno a imponerse a los demás y acabarían barriéndoles. A la larga, una sociedad jerárquica sólo sería posible basándose en la pobreza y en la ignorancia.
George Orwell
1984, 1949
Fot. Ralf Tophoven
