domingo, 28 de mayo de 2017

La levedad y el peso



Las curiosas desproporciones de la mujer parecida a una jirafa y a una cigüeña seguían excitándolo cuando se acordaba de ella: la coquetería unida a la torpeza; el sincero deseo sexual complementado por una sonrisa irónica; la vulgaridad convencional de la casa y no convencionalidad de su propietaria. ¿Cómo será cuando hagan el amor? Trataba de imaginárselo pero no era fácil. Se pasó varios días sin pensar en otra cosa.
Cuando ella le llamó por segunda vez, el vino ya estaba dispuesto encima de la mesa con las dos copas. Pero esta vez todo fue muy rápido. Pronto estuvieron los dos en el dormitorio (en el cuadro de los abedules se ponía el sol) besándose. Le dijo su habitual “¡desnúdese!”, pero ella, en lugar de obedecerle, le respondió: “¡No, usted primero!”.
No estaba acostumbrado a aquello y se quedó un poco perplejo. Empezó ella a quitarle los pantalones. El volvió a darle varias veces la orden (su fracaso resultaba cómico) de que se desnudase, pero al final no le quedó más remedio que aceptar un compromiso; de acuerdo con las reglas del juego que ya le había impuesto la vez pasada (“lo que usted me hace a mí, yo se lo hago a usted”), ella le quitó el pantalón y él la falda, luego le quitó ella la camisa y él la blusa, hasta que al fin los dos estuvieron desnudos, frente a frente. Él tenía la mano en su húmedo sexo y deslizó luego los dedos hasta el orificio anal, que era lo que más le gustaba en el cuerpo de todas las mujeres. El de ella era especialmente saliente, de modo que le recordaba de un modo muy sugerente la imagen del largo tubo digestivo que termina allí y apenas sobresale. Palpó ese firme y sano círculo, la más hermosa de todas las sortijas, denominada en el idioma médico esfínter, y de pronto sintió los dedos de ella en el mismo lugar de su propio trasero. Repetía todos sus gestos con la precisión de un espejo.
A pesar de que, como ya dije, él había conocido a unas doscientas mujeres (y desde que había empezado a lavar ventanas aquel número había aumentado bastante), nunca le había sucedido que una mujer más alta que él, de pie delante de él, entornara los ojos y le palpara el orificio anal. Para superar su perplejidad la empujó rápidamente hacia la cama.
Su movimiento fue tan brusco que la sorprendió. Su alta figura caía de espaldas, con la cara cubierta de manchas rojas y la expresión asustada de quien ha perdido el equilibrio. De pie frente a ella, cogió por debajo de las rodillas sus piernas ligeramente abiertas y las levantó, de modo que de pronto parecían las manos levantadas de un soldado que se rinde temeroso ante un arma a punto de disparar.
La torpeza unida al fervor, el fervor unido a la torpeza, excitaron maravillosamente a Tomás. Hicieron el amor durante mucho tiempo. Tomás observaba mientras tanto su cara cubierta de manchas rojas y buscaba en ella esa expresión asustada de mujer a la que alguien le ha hecho una zancadilla y cae, una expresión inimitable que hace un rato le había hecho subir a la cabeza la sangre de la excitación.

Milan Kundera 
La insoportable levedad del ser
(Quinta parte, La levedad y el peso)
Ed. Tusquets, 1993
Trad. Fernando Valenzuela

Fot. Eric Rose